Hasta ayer, como quien dice, María de Villota abría los codos para hacerse hueco en un lugar que reserva a las mujeres taconazos, vestidos ceñidos y un espacio en la parrilla de salida bajo el nombre de un conductor famoso. Peleaba en la Fórmula 1, a una edad poco habitual para empezar, los 32 cumplidos, y con una estampa aún más insólita. Sobre el mono del equipo Marussia, divisa rusa de corazón británico, reposaba una melena rubia con dueña española y un apellido unido desde décadas a la gasolina. Se había convertido en el piloto reserva de la escudería. Así, sin distinción de sexo. Aprendía aplicando la filosofía de su padre, Emilio de Villota, que corrió dos grandes premios en 1977 e intentó clasificarse para otros catorce: «Mientras los otros duermen, tú trabaja», solía decirle a su hija.

Esa batalla, ahora lejana, se ha difuminado en 23 días internada, tres intervenciones maratonianas y muy delicadas en un hospital de Cambridge y una vida, la suya, que rebrota esquivando la entrada en la leyenda negra del automovilismo. Ayer, María dio en Oviedo su primer acelerón desde el fatal 3 de julio último, cuando su coche, el Marussia MR01 que estrenaba esa mañana durante una prueba de aerodinámica, se estrelló en el aeródromo de Duxford (Reino Unido) contra la plataforma, inexplicablemente abierta y desplegada en el radio de acción del monoplaza, de uno de los camiones de la escudería.

Hace cuatro días que, tras 17 internada en el Addenbrooke´s Hospital de Cambridge y otros seis en el Hospital Universitario de La Paz, en Madrid, María de Villota pisó la calle. Sin tiempo de mirar atrás -la investigación del accidente aún no se ha cerrado- ayer estuvo en Oviedo y se puso en manos de los Fernández-Vega, orfebres de la oftalmología. En su clínica pasó una «consulta profesional» envuelta en misterio y silencio, con el compromiso de una próxima revisión.

A las 11.15 horas de ayer, un Mercedes negro apareció silencioso por el aparcamiento del centro sanitario. Bajó María de Villota, con sus hermanos Isabel y Emilio por toda escolta, camino de la puerta del Instituto Oftalmológico Fernández-Vega. Tejanos, cazadora de entretiempo y camisa blanca por fuera de los pantalones. Pelo rapado tras las operaciones en la cabeza, cicatrices a la vista y un parche azul en el lugar del ojo perdido. Imposible encontrar una sonrisa, ni una palabra cruzada a los tres hermanos entre el coche y la entrada, en el vídeo de su llegada que grabó LA NUEVA ESPAÑA y que no se hará público a petición de la familia. Tampoco en las fotografías. María de Villota apareció seria, algo ausente, pero decidida a pisar a fondo para dejar atrás la pesadilla. Nada se supo de la hora que pasó en la consulta del doctor Álvaro Fernández-Vega. Sólo que volverá.

Es muy probable que el automovilismo de competición se haya terminado para la madrileña. Más difícil será alejarla de la escuela de pilotos de su padre y nadie podrá borrar una trayectoria de 17 años en el mundo de los coches, sin alardes, sin triunfos deslumbrantes, pero llena de honoríficos «primera mujer que?», como lo fue al competir en el Campeonato del Mundo de Turismos o ser la única subcampeona de España de monoplazas, en la Fórmula Toyota, o su aparición en las 24 horas de Daytona como primera española y, por supuesto, también la primera nacional en la Fórmula 1 y la única que luchaba en estos momento de tú a tú en un mundo de hombres con el sueño de correr algún día un Gran Premio.

Pero María de Villota ha pasado página. Dicen desde su familia que afronta con fuerza el reto de una etapa muy diferente a lo que jamás había conocido, después de salvar la vida. Rechaza remover el asunto, ni opinar sobre el inoportuno comunicado de Marussia, cuando, aún en el hospital su mujer piloto, avanzaron que una investigación interna eximía al coche de cualquier fallo. Todo está en manos de sus abogados y su mánager británico porque ella está centrada en otra cosa. En vivir.