La decisión de la Federación Internacional de Atletismo de excluir a la selección rusa de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, ratificada después por el Comité Olímpico Internacional, muestra el camino para acabar con la impunidad de países acostumbrados a ir por libre, con el perjuicio evidente para los deportistas de otros menos complacientes con el dopaje. Sin ir más lejos dos españolas, Ruth Beitia en salto de altura y Lidia Valentín en halterofilia, se quedaron a un paso del podio olímpico en Londres 2012 porque dos de sus ocupantes, ambas rusas, compitieron con ventaja y, casi cuatro años después, han sido cazadas. Por supuesto, como ocurre siempre con estas medidas genéricas, pagan justos por pecadores. Y el castigo nos privará de disfrutar, probablemente por última vez en unos Juegos Olímpicos, de Yelena Isinbayeva. Después de tantos años de someterse a controles, la mayoría fuera de su país, lo que refuerza en este caso la garantía de autenticidad, pocas dudas caben sobre la integridad de una de las más justas premiadas con el "Príncipe de Asturias" de los Deportes. Por eso es comprensible su rabia al comprobar que la ineptitud de los dirigentes de su país y el rigor de los de la Federación Internacional le dejarán fuera de Río. "Es una violación de los derechos humanos. No me callaré, tomaré medidas. Me dirigiré al Tribunal de Derechos Humanos", dijo una despechada Isinbayeva al conocer la sanción. Pero el informe de la UKAD, la agencia antidopaje británica, que asumió en febrero las tareas de control y análisis en Rusia, es concluyente: sólo pudo completar 455 de los 1.191 controles por sorpresa que intentó en estos meses, en muchos casos con la complicidad de los dirigentes rusos, que "escondían" a sus deportistas en bases militares, a los que no podían acceder los inspectores. Quizá de aquí al comienzo de los Juegos sea posible encontrar alguna fórmula para que deportistas ejemplares, como Isinbayeva, puedan competir en Río, aunque no tengan detrás la bandera de su país.