Sonó la bocina en el Oracle Arena y un paisano de 203 centímetros, con un cuerpo modelado a conciencia, se tiró boca abajo en la cancha para llorar su alegría. Podría haberse dado golpes de pecho, levantado el dedo índice para señalarse como número uno mientras retaba desafiante a la afición de los Warriors, o esperar a que sus compañeros le mantearan. Pero no. En ese momento, LeBron James prefirió llorar a solas su alegría, quizá la mayor de su carrera deportiva, que ya es decir. Porque, por muy rico, guapo, famoso y buen jugador que seas, nada puede superar la sensación de ayudar a tu equipo a ser el mejor del mundo. Y eso fue lo que consiguió, por fin, LeBron James en la madrugada del lunes: cerrar el círculo que abrió en su ciudad, Cleveland, hace trece años, cuando fue bautizado como "El Elegido". Era el señalado para suceder a Michael Jordan y, aunque difícilmente llegará a los seis anillos del mito, lo que ha hecho en esta final le encumbra para siempre. Ya había ganado dos con Miami, pero esas lágrimas demuestran que hasta los elegidos tienen corazón.