En la mesa había, todo gratis, un cachopo, calamares, algo de ensalada, croquetas y las botellas de vino suficientes para alargar la sobremesa de una tarde gris de molesto orbayu. Era un jueves de noviembre de 2012 y nadie de la decena larga de comensales tenía ninguna razón para dejar aquéllo a medias y salir al frío. Nadie menos él: debía salir, conducir de Oviedo al embalse de Trasona, meterse en el agua y remar sin parar. Y debía hacerlo ya. Ni postre. Ni chupitos. Ni copas. El tercer entrenamiento del día era sagrado. Lo suyo no era una razón, era una obligación.

Entonces, Cristian Toro tenía 20 años y podría haber hecho lo que cualquiera a tan rebelde edad: llamar al entrenador, inventarse cualquier excusa y aprovechar para estar con su novia, Irene, que había venido a verle desde Madrid y se iba al día siguiente. Pero no. Se levantó, ocultó su camisa de cuadros grises con un jersey del mismo tono y se fue a dar paladas.

Una medalla de oro en un deporte tan poco reconocido como el piragüismo está hecha, sobre todo, de momentos así: de tentaciones vencidas, de renuncias cotidianas difíciles de tragar. Es la parte del éxito que no se ve. Para todo lo que no sea entrenarse, incluso para la familia, casi siempre es un "ahora no", un "ya veremos", un "no puedo". La apuesta es arriesgada. Hay que ser capaz de comprender el esfuerzo a muy largo plazo. Hay que ser capaz de mirar a Río 2016 cuando nadie lo ve. Hay que ser capaz de aceptar que diez horas de entrenamiento diario durante cuatro años, embalse, carrera, gimnasio, embalse, carrera, gimnasio, dependen al final de una prueba de medio minuto en un momento y en un lugar. Y los nervios. Y que ese día no te levantes mal. Y que no se te meta nada en el ojo. Y que?

Hay que ser capaz, en fin, de entender una forma de vida con pocas respuestas y muchos porqués, porque la gloria, esta gloria, no viene sustentada por estruendosas nóminas a final de mes sino sonrojantes becas de mera supervivencia, no tiene contratos publicitarios, ni reconocimiento, ni puertas abiertas porque sí. La gloria aquí no es fama ni dinero. Por supuesto que es mucho más que los 75.000 euros de la medalla de oro de ayer. Es capacidad de superación. Es el sentimiento más puro del deporte.

Aquel día del cachopo, Cristian Toro había sido ya capaz de aceptar todo eso, por eso nos dejó con la conversación a medias y se fue a entrenar. Él, con sus 20 años, repetía una y otra vez que lo importante era la piragua y el entrenamiento y muchos no supimos ver que no lo decía para silenciar los ecos, muy presentes entonces, de su incursión televisiva en un famoso programa de citas sino que iba en serio, que durante los próximos cuatro años iba a renunciar a lo que hiciera falta para poder llegar a lo de ayer.

Y renunció. Porque Toro, nacido en Venezuela y emigrado con nueve años a Viveiro (Lugo), se instaló en Trasona en un momento de máxima tentación. Un día, cuando vivía en la residencia Blume de Madrid, fue de público al programa "Mujeres, Hombres y Viceversa" atraído por la curiosidad de la televisión. Quería ver cómo era el medio por dentro. Sin más. Pero su figura atlética llamó la atención y el periodista asturiano Pipi Estrada, que participaba en él, le reclutó. "Acepté por diversión", explica cuando se le pregunta. Toro fue dos meses protagonista de un espacio con millones de espectadores diarios. Su paso por el programa le abrió de par en par las puertas de la farándula, ese universo especialista en atontar al personal donde el dinero cae del cielo para golpear sin compasión la intimidad. Le ofrecieron miles de euros cada fin de semana por estar unas horas en una discoteca. Le ofrecieron participar en realities. Era conocido, jaleado por las adolescentes, famoso en ese mundo. Tenía 19 años y podría haber seguido por ahí, por el camino del dinero fácil y el desprestigio. Pero no.

Entonces, decidió que ya había ganado lo justo en la tele para ayudar a los suyos y que su futuro no era el corazón, sino su corazón; no era la noche sino el día a día en Trasona. Quería ser olímpico. Quería ser deportista de élite. Así que se instaló en Asturias y empezó a remar. Tenía un objetivo: ir a los JJOO. Y un espejo: Saúl Craviotto, su referente.

Y remó y remó. Con sol. Con lluvia. Con frío. Con calor. Remó sin descanso. De lunes a sábados. Paraba para comer en Casa Ovidio, la cocina de oro de los campeones próxima al embalse, y seguía. Los domingos aprovechaba para conocer Asturias: Cudillero, Lastres, para ir al Tartiere o al Molinón. Pero siempre volvía al agua. Fue a pruebas en España y en Europa. Fue progresando. Hasta que un día, su entrenador le emparejó con Craviotto, y formaron un dúo invencible.

Ambos obtuvieron la plaza olímpica en mayo en una cita en Duisburgo (Alemania). Ese día, ganaron sobrados a muchos de los que ayer fueron rivales. "Nos sorprendió ganar con tanta facilidad", decía días después delante de unas bandejas de sushi en Oviedo. Ahí ya mascaba el oro. "Saúl es una gozada", repetía, como atribuyendo el mérito a su pareja deportiva (con quien rivaliza en colores: Saúl del Barça, Cristian del Madrid) y quien acapara los titulares por su extensa trayectoria.

Pero hoy, con 24 años y una medalla de Oro, a Toro le queda un futuro prometedor. Ahora toca disfrutar de la familia y de su novia, de sus perras Trufa y Marea, y empezar a preparar las oposiciones de Policía, profesión de Craviotto. A largo plazo quién sabe si Tokyo 2020 y volver a renunciar y renunciar. De momento, hoy Toro podrá mirar atrás y ver que todas aquellas tentaciones vencidas, como la de no alargar aquella apetitosa sobremesa, al final valieron oro.