Hay partidos que marcan un antes y un después. El Inglaterra-Hungría del 25 de noviembre de 1953 es uno de esa clase tan especial. El fútbol nunca volvería a ser el mismo. Iba a ser el "partido del siglo" y de alguna forma lo fue, pero por razones muy distintas a las que esperaban los ingleses, que lo habían presentado como el encuentro más fantástico que podía haber en el tiempo, el que enfrentaba a los inventores del fútbol y al equipo más en forma de la época, y que ganarían ellos, claro.

Los ingleses, siempre tan orgullosos de su forma de ser, no daban el brazo a torcer en cuanto a considerarse los mejores si de fútbol se hablaba, pese a que los resultados no les acompañaban ni mucho menos. Sin ir más lejos, en su primera participación en un campeonato del mundo, el celebrado en Brasil en 1950, el del "maracanazo", cuando la selección anfitriona perdió el título a manos de la bravísima Uruguay, había hecho el ridículo, no por perder por España, que era un enemigo de consideración, con uno de los goles que ha pasado a la mejor historia del fútbol hispano, el de Zarra, sino por caer con Estados Unidos, de aquella una de las selecciones más débiles. En los Juegos Olímpicos también se había hundido poco menos que en el anonimato, después de haber dominado las primeras ediciones, a principios del pasado siglo, cuando ellos sí que iban muy por delante de los demás, al tomarse el deporte de forma mucho más seria y concienzuda que nadie.

Los húngaros venían justo de imponerse en la cita olímpica celebrada en Helsinki en 1952. Como si de un rodillo futbolístico se tratase habían marcado nada menos que veinte goles y recibido sólo dos en los cinco partidos disputados. Ganaron los cinco, y curiosamente el de resultado más ajustado fue el primero, frente a Polonia, a la que doblegaron por 2-1. Por su parte, Inglaterra únicamente jugó un partido, el de la denominada ronda preliminar, ya que perdió por increíble que parezca con Luxemburgo, por 5-3, que por aquel entonces era tan vulnerable como lo es ahora, susceptible de ser goleado por cualquier potencia, y sin necesidad de forzar.

Fue en la capital finlandesa en donde se acordó entre los representantes de los dos países jugar un amistoso al año siguiente, por iniciativa de los ingleses, que como se ha dicho lo veían como una ocasión de oro para ajustar cuentas después de lo que había pasado en los Juegos, y según su visión dejar bien claro quién era el rey del fútbol. Los británicos tampoco estaban impresionados por el hecho de que Hungría llegase a esta cita tras más de una veintena de partidos seguidos sin perder, desde mayo de 1950. Sus profesionales sabrían dar cuenta de unos aficionadillos, como eran vistos los húngaros por parte de los rivales, tanto técnicos como jugadores, como no tuvieron problemas en reconocer varios de éstos después de la tremenda cura de humildad que sufrieron.

Y es que los húngaros hicieron magia aquella tarde en Wembley, como llevaban haciéndolo mucho tiempo, sólo que sin la repercusión mediática que les dio la victoria en un escenario tan emblemático como el campo londinense, que fue la consagración del fútbol de toque y de un sistema táctico considerado como un primer avance de lo que después sería el denominado fútbol total jugado por los holandeses, ya que el cambio de posiciones era constante entre los hombres más avanzados.

Esas novedades, las interminables combinaciones entre los jugadores y la movilidad, volvieron locos a los ingleses, atornillados aún a la disposición del 3-2-5 y que no sabían a quién marcar, o que por hacerlo al hombre dejaban unos espacios que eran aprovechados por sus rivales como nunca se había visto hasta entonces. Gusztav Sebes era el maestro táctico de aquel equipo integrado por lo demás por un buen número de extraordinarios jugadores, como Puskas, Kocsis, Czibor -los tres jugarían posteriormente en España, el primero en el Madrid y los otros dos en el Barcelona-, Hidegkuti o Bozsik.

Los ingleses iban de profesionales pero los húngaros no tenían nada que envidiarles en ese aspecto, al ser los primeros en los que se plasmó la idea estratégica propiciada por los regímenes comunistas europeos de que el deporte en general y el fútbol en concreto, como espectáculo físico más popular, para nada debía quedar al margen del avance que sus dirigentes decían pretender para sus sociedades. Así es que Sebes tuvo mano libre para disponer de sus jugadores cuanto quisiese y hasta se concedió un estatus especial a los jugadores del Honved, liberados de sus trabajos fuera del fútbol, del que procedían la mayor parte de los seleccionados.

Hungría dominó aquel partido desde el primer minuto, cuando ya marcó Hidegkuti, y el resultado no fue más abultado porque los ingleses tiraron de amor propio, ese del que siempre van tan sobrados, y supieron sacar partido además de la línea más floja de los magiares, su defensa, pero quedó claro en cualquier caso que un nuevo fútbol había nacido, lleno también de belleza técnica, con regates asombrosos en el tiempo como el de Puskas en su primer gol, tercero de Hungría. Para que no hubiese ninguna duda de que de casualidad, nada, en el partido de devolución de visita, también lógicamente amistoso, jugado en Budapest el 23 de mayo de 1954 los daños recibidos por los ingleses fueron aún mayores, 7-1 para Hungría, la derrota más amplia de Inglaterra en toda su historia. En ese partido Inglaterra se presentó con un equipo muy renovado, pues nada menos que cinco jugadores habían sido despedidos del equipo nacional después del 3-6 de noviembre anterior, entre ellos Alf Ramsey, después seleccionador, campeón del mundo en 1966, pero la diferencia entre los dos equipos era aún abismal. Hungría parecía tener el camino abierto para lograr su primer Mundial, pero sólo parecía, como se verá en el siguiente capítulo de esta serie.