Al margen de Messi, en las fotos de los clásicos de la última década destaca la figura de Sergio Ramos. Muchas veces para bien, por su liderazgo de la defensa blanca y sus goles decisivos, y bastantes también para mal. Pero más allá de lo puramente futbolístico hay escenas que delatan el pelaje de la persona. Fue Ramos el que, en el último suspiro del Barça-Madrid del 5-0 descargó su frustración con una entrada de juzgado de guardia a Messi. Y, para cerrar el círculo, volvió a ser Ramos el que, en plena exhibición de su equipo y sonrojo del rival, rompió el clima de respeto mutuo para intentar humillar a la bestia negra del madridismo al esconderle el balón para un saque de falta. Son esas cosas de Ramos que no hacen más que rebajar la categoría de un futbolista impresionante. Ahora que se ha marchado Pepe, Sergio Ramos es el último reducto del mourinhismo que permanece en el vestuario blanco. Y el principal peligro para que los clásicos no dejen de ser más que un partido de fútbol, probablemente el más apasionante del mundo. Ya intuíamos que Ramos no sabía perder. El miércoles, con ese detalle que no venía a cuento, comprobamos que tampoco sabe ganar.