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Abogado

Al río como se iba antes

Recuerdos del hoy socio número 1 de la Asociación Asturiana de Pesca Fluvial

Al río como se iba antes

En el año 1951 me incorporaba a la Asociación Asturiana de Pesca Fluvial -que llegó a tener más de ocho mil socios- con el número 259. En los 67 años transcurridos desde entonces han ido desapareciendo desgraciadamente los 258 socios que me precedieron, entre ellos mi padre Luis Hevia Álvarez, uno de los fundadores de la asociación, a quien debo, además de muchísimas otras cosas, los extraordinarios días de pesca que tuve la suerte de disfrutar en la vida. Hoy, por tanto, tengo el honor, sin ningún mérito por mi parte, de ser el socio número uno de la asociación. Mi recuerdo emocionado para Pepe Luis Pérez Lozana, el mejor compañero de pesca imaginable, para Juan y Julio Collado, para José María y Enrique García Comas, para Goro y Carlos Orejas, para Pepe Miranda y Viti Lucas, para Aurelio Riera, para Jesús Varela y Ángel Álvarez de Gijón, todos de la generación anterior a la mía, pues en la mía no había aficionados a la pesca, y tantos otros que, aunque recuerde su rostro, se me ha olvidado ya su nombre.

En aquellos tiempos pescábamos truchas, que había en abundancia en muchos ríos asturianos, aunque no en todos, y el salmón, que había desaparecido durante la guerra, empezaba a recuperarse muy tímidamente y pescar uno era noticia. Desde años antes, cuando yo tenía nueve o diez años, ya me despertaba mi padre a las seis de la mañana los domingos para ir a Cornellana, a Belmonte o a Trevías, y yo solía alegar dolor de barriga, aunque creo que nunca conseguí con ello la baja por enfermedad; años después, me levantaba presto, aunque esta vez tuviera realmente dolor de barriga o de cualquier otra cosa. Nos trasladábamos en el coche de empresa de José María, que llevaba un "gasógeno" adosado a la trasera (el coche, no José María), una caldera de carbón para ayudar al motor de gasolina en las cuestas (con un saco de mineral en la baca).

Como digo, pescábamos en la zona occidental, Narcea, Pigüeña y Esva, con alguna excursión extraordinaria a la cabecera del Navia y a los pequeños ríos de Cangas de Narcea, mientras los de Gijón se ocupaban del Piloña, del Sella y del Cares. En el Narcea se pescaban truchas muy grandes, diez, quince o veinte en una jornada, según la habilidad de cada cual (mi padre pescó un día una arroba: once kilos y medio); en el Pigüeña, que antes de los aprovechamientos hidroeléctricos era un río precioso, rápido, con muchos rincones, se podían echar al cesto veinte o treinta truchas con facilidad. En el año 1950, en el mes de junio, un día metimos en latas de la Giralda todas las truchas que pescamos y las trajimos desde Belmonte hasta Oviedo vivas (renovábamos el agua en las fuentes del camino, porque entonces había fuentes a la orilla de la carretera) donde las echamos en la bañera de casa al tiempo que oíamos a Matías Prats radiar el histórico gol de Zarra en el campeonato del mundo de fútbol de Brasil; al día siguiente, las llevamos al estanque del Campo de San Francisco, donde sobrevivieron varios años luchando contra los patos y contra las limpiezas del estanque. En el Pigüeña solo conocí a un pescador, Pin el de Agüerina, que recuerdo como muy viejecito, que pescaba a mosca con una caña larga y un sedal amarrado a la anilla puntera, y que los domingos descansaba; por ello, solíamos estar solos en el río, que compartíamos a veces con "los de Grao", una pareja de pescadores que llegaban en motocicleta.

Empezábamos entonces a pescar a cucharilla, que era muy eficaz por desconocida: en el Esva, fuimos a pescar por primera vez al tramo Brieves-Paredes, que había que recorrer entero por el río, pues no había carretera entonces y el coche tenía que ir a Paredes, desde Luarca, a recogernos. Fue impresionante: quizá no había pescado nadie a cucharilla en aquella zona y las truchas acudían ciegas hasta el punto de que, alguna vez, veías pancear una trucha que, después de soltarse, volvía a morder. Antes de la cucharilla, se pescaba a mosca de cocina, a meruco, a piscardo, con saltaprados, a guxarapa, con mosca artificial y "controla", palabra que no sé si sigue usándose, que era la boya para lanzar con caña corta y con devón pequeño, al que solo atacaban las truchas grandes, y su derivado el "torpedo", arte perdido desde que dejamos de fabricarlos en la farmacia de Juan Collado (era un cuerpo de plomo, con una bola de collar en cabeza, y otra en la cola, un pequeño grampin y una hélice que hacíamos con chapitas de latón que nos daban en la fábrica de metales de Lugones. A mí no me tocó una excursión a Grandas de Salime, que hicieron los adultos del equipo, pero me contaron que cuando llegaron a la fonda donde iban a dormir pidieron unos baldes para vaciar los cestos: les dijeron que con unas palanganas bastaría, que fue lo que les trajeron, pero hubo que suplementarlas inmediatamente con los baldes de llevar la ropa a lavar al río, tal había sido la pescada a cucharilla.

La penuria en material era absoluta: hacíamos las cañas con bambú, enderezando las varas con fuego, "entranquillábamos" las anillas con hilo de coser y luego los recubríamos con esmalte de uñas, utilizábamos unos rudimentarios carretes nacionales Segarra que, frecuentemente, había que reparar de emergencia en el mismo río, un hilo de mínima resistencia, el sedal; poco a poco, los pescadores franceses que nos visitaban nos fueron aprovisionando de carretes Luxor, y después Mitchell, de bobinas de nailon Water Queen y de botas hasta la ingle, americanas, éstas últimas muy caras y muy difíciles de conseguir: en primavera utilizábamos botas cortas, hasta la rodilla y, en verano, entrábamos al río en alpargatas; a las botas de pescar les pegábamos una suelo de fieltro (lo hacía alguien de Trubia, creo recordar), para no resbalar en los regodones del río.

Al margen del río, el grupo de pescadores era un colectivo extraordinario: se reunía diariamente en la rebotica de Juan, donde se comentaban las hazañas de cada domingo, se fabricaban torpedos y cucharillas y se colgaban en la pared las siluetas en cartón de las truchas más grandes de la semana, se gastaban bromas (quien mató la osa: ¡Pedrosa!, contertulio al que adjudicaban en un cartel la muerte de una osa en Cangas de Narcea); luego, al atardecer, había partida de "cabrero" en el Club de pesca en la misma calle de Covadonga (donde estaba la botica de Collado), a donde alguna vez me llevaba mi padre (cuando mi madre ya cansaba de pelear conmigo) y donde los contertulios más formales llamaban la atención a los más deslenguados porque "había ropa tendida", expresión utilizada cuando había menores presentes. Una vez al año se celebraba la gran cena, alternándose Oviedo y Gijón en organizarla, donde se pronunciaban discursos, se cantaba el himno de la Asociación y se leían los versos de Sarandeses, por Oviedo, y de Allende por los de Gijón. Cuando no había televisión ni teléfonos móviles (casi ni fijos), apenas cine, apenas coches, ni vacaciones en Mallorca ni viajes a Londres o a París, aquel sencillo modo de vida hacía a la gente tan feliz, si no más, de lo que es hoy con todo lo que el progreso nos ha traído.

Poco se ha reconocido a la Asociación Asturiana de Pesca la inmensa labor que hizo en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo para la conservación de la trucha y la recuperación del salmón en los ríos asturianos, repoblando los ríos, manteniendo una constante y enérgica presión sobre el Servicio Nacional de Pesca, luego Icona, incorporando a los pescadores furtivos a la Asociación, apartándoles así de sus malas artes, e incautando redes en el Navia, en el Narcea y en el Sella. En esa tarea la Asociación colaboró eficazmente con la Guardia Civil por medio de Galatea, asociado y miembro de la Policía Armada que debía su nombre, su mote, a la gorra de marinero que conservaba del barco en el que había servido. A nuestra casa de Soto del Barco llegó alguna red recogida en la desembocadura del Nalón, por si servía para cercar algún gallinero o similar. Pero, al igual que España se rompió en autonomías, la asociación se rompió en asociaciones locales, en reinos de taifas, y la fuerza que en su día tuvo la Asturiana de Pesca desapareció como el agua del mar en la arena de la playa.

El espacio manda y, por hoy, suspenderemos las historias del abuelito. Quizá otro día me anime a contar cosas de la segunda etapa, la del salmón, la fantástica etapa salmonera de los años cincuenta y sesenta, a la que me incorporé en 1953 cuando tuve la fortuna de enganchar a cucharilla mi primer salmón, un salmón de más de nueve kilos que tardé media hora en echar a tierra en el pozo de Juan Castaño, del Narcea. Pero ese es otro tema, ya veremos.

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