Despedir a un amigo siempre resulta difícil, por más que la muerte sea un acontecimiento natural e inexorable. Cuando el amigo es además maestro, la turbación es doble, por afectar la pérdida tanto a las emociones como a la razón.

He tenido la fortuna de trabajar con José Luis Álvarez Margaride, de aprender con él, de progresar en conocimiento y responsabilidad a su lado, de vivir y compartir circunstancias profesionales y personales diversas. Él transmitía templanza en el éxito, tenacidad ante la dificultad y lealtad en la encrucijada. Y, por encima de todo, una indeclinable voluntad de crear y progresar, teniendo como límites la honestidad profesional, el servicio al bien común y el amor a Asturias.

Cuando tuvo que enfrentarse a la enfermedad, no le faltó el ánimo. En peores garitas hice guardia -decía, refiriéndose al combate que libraba con tanta determinación como discreción-. Nunca dejó de tener proyectos y de ocuparse en los de sus amigos. En sus visitas a Gijón siempre los buscaba. Preguntaba, escuchaba y opinaba con gran mesura y mejor acierto. Un hombre recto en el obrar, de probado intelecto, excelente en las relaciones humanas. Cuidadoso del detalle, preciso en los conceptos y claro en el expositivo. Diligente en la ejecución y celoso en la administración del tiempo. Su apariencia mayestática contenía una personalidad entrañable.

Su fallecimiento nos deja un gran vacío que a buen seguro no podremos cubrir. Ello nos obliga a honrar su memoria practicando los valores en los que él creía.

Gracias, José Luis.