Oviedo, Javier CUARTAS

Irlanda fue propuesta desde los primeros años 90 como modelo virtuoso de crecimiento y ejemplo de «milagro» económico merced a una estrategia fundamentada en desregulación, bajada de impuestos para atraer capitales internacionales y compañías tecnológicas, apuesta por el sector de la construcción como fuente de ingresos fiscales, vigorosa actividad financiera, confianza en la revalorización de activos y alto endeudamiento privado, todo ello alentado a su vez por una estrategia expansiva de la banca, alta importación de ahorro exterior y bajos tipos de interés en el área del euro.

Esta combinación de factores, que erigió a Irlanda en un rutilante fenómeno de éxito (se le llamó el «Tigre Celta»), amenaza ahora con derrumbar aquel ensueño de prosperidad y, de paso, con arrastrar por contagio, si no se actúa a tiempo, a otros países de la Unión Monetaria.

Irlanda, un pequeño país agrario con una larga historia de hambrunas, que forzaron el éxodo de ingentes flujos migratorios hacia EE UU durante las dos últimas centurias, protagonizó un raudo crecimiento en las dos décadas más recientes.

En un contexto favorable (Europa vivió desde 1995 su etapa de mayor prosperidad desde los años 60), la singularidad irlandesa se prefiguró a partir de la bajada de impuestos para atraer inversiones internacionales. La competencia fiscal irlandesa se basó sobre todo en un impuesto de sociedades del 12,5%, frente a una media europea del 27%. Con ello, y el apoyo de la influyente comunidad irlandesa en EE UU, el país se convirtió en un destino casi imbatible para las nuevas localizaciones empresariales en Europa de compañías tecnológicas pero también químicas y de otros sectores procedentes en buena medida de Norteamérica.

La prosperidad generada por las inversiones empresariales, la creación de empleo cualificado consiguiente y la afluencia de capitales internacionales permitió un chorro de prosperidad y el despegue del sector de la vivienda, favorecido por la baja fiscalidad, los bajos tipos de interés del Banco Central Europeo y una demanda al alza.

La revalorización de los activos y las bajas tasas de interés alentaron el endeudamiento privado y la elevada demanda de financiación supuso una vía inaudita de crecimiento del negocio bancario, al extremo que el país tuvo que importar ahorro exterior en dosis crecientes para satisfacer la elevada demanda de crédito.

El esquema funcionó y llegó a eclipsar a otros países que, con crecimientos menos apalancados, y por ello más robustos, seguían su propio ritmo sin incurrir en aquella espiral de endeudamiento y onírico entusiasmo.

La percepción de riesgo se redujo al mismo ritmo con que se producía la revalorización de activos merced a una demanda al alza porque la propia apreciación de bien sobre el que se sustentaba el crédito constituía una garantía adicional para los bancos, mientras que este mismo factor, junto con tasas de interés muy livianas, constituían un acicate para endeudarse. Los prestamistas internacionales también fueron colaboradores porque en épocas de tipos bajos las oportunidades de rentabilización hay que buscarlas allí donde el dinamismo es mayor. El ahorro europeo acudió en masa a Irlanda, España y los países que crecían por la vía del endeudamiento, una fuerte demanda interna y un sector inmobiliario desenfrenado.

El Estado irlandés fue propuesto como ejemplo de éxito neoliberal porque la baja de impuestos no se traducía, como sostenían los agoreros, en caídas recaudatorias, dado que se compensaba con creces con un crecimiento venturoso del PIB y del empleo y, sobre todo, con un sector inmobiliario que seguía una tendencia alcista de precios.

Entre 1997 y 2007 la vivienda se revalorizó el 118% en España, pero en Irlanda sus precios subieron el 200%. La banca había encontrado un filón para crecer y sus balances se expansionaron de forma desproporcionada respecto al tamaño del país. La ausencia de contención y de medidas de rigor extremo (como sí adoptó el Banco de España, que prohibió las inversiones en productos de alto riesgo fuera de balance e impuso severas provisiones cíclicas, adicionales a las ordinarias) echó más gasolina al fuego.

La quiebra de Lehman Brothers en EE UU en septiembre de 2008 estranguló el mercado interbancario internacional y el flujo de financiación dejó de llegar a Irlanda, que en ese momento tenía una deuda exterior del 450% del PIB, de la que la deuda privada representaba el 384,5%. Además, los activos inmobiliarios se depreciaron, con lo que sus titulares se empobrecieron y los créditos bancarios se convirtieron en un problema acuciante para la banca del país, que tenía por añadidura elevados vencimientos de deuda que no podía refinanciar a causa del colapso crediticio internacional. La «burbuja» inmobiliaria y financiera se había pinchado, el PIB cayó en 2009 el 8% (el 3,6% en España), el paro se multiplicó por tres (en España por 2,5), los ingresos fiscales menguaron y generó un déficit del 11,75% en 2010 (9% en España), pero que llegará al 32% a causa del rescate de los bancos. El Estado, para evitar la quiebra de su sistema financiero, tuvo que acudir a salvar sus bancos (Anglo Irish Bank, Allied Irish Bank e Irish Nationwide Building Society), y sólo a capitalizarlos destinó 50.000 millones, el 20% de la riqueza anual que genera el país (PIB). Pero el coste es mucho mayor: el conjunto de las ayudas aprobadas -inyecciones de capital, garantías y adquisición de activos dañados- ascienden a 286.000 millones de euros, más del 170% del PIB irlandés. Y no está claro aún que la factura no alcance proporciones mayores. Todo ello amenaza la sostenibilidad de un Estado y un modelo que se propusieron como ejemplo a seguir y que hoy son una amenaza para el euro.