En menos de dos décadas (a partir de los años 60), el empresario jerezano José María Ruiz-Mateos fue capaz de levantar un imperio (Rumasa) que llegó a contar con 60.000 trabajadores directos, 18 bancos y 670 sociedades, de las que 300 estaban activas y que operaban en una gran diversidad de sectores tanto en España como en el exterior. En 1982 (su último ejercicio completo) el grupo facturó (en pesetas de entonces) el equivalente a 2.103 millones de euros.

Tras su expropiación por el Estado el 23 de febrero de 1983 -veinticuatro horas después de que Ruiz-Mateos hubiese lanzado un desafío al Banco de España y al Gobierno, que le venían exigiendo un refuerzo de la solvencia del grupo-, la pérdida de ese fastuoso patrimonio societario no le impidió erigir un nuevo emporio, ahora con el apoyo de sus trece hijos. A los Ruiz-Mateos les bastaron otras dos décadas -a partir de 1986- para poner en pie Nueva Rumasa, que hoy -en una situación de nuevo difícil- agrupa a 107 empresas, 10.000 empleados directos y 6.000 indirectos y factura por encima de los 1.500 millones de euros.

Esta rauda facilidad para levantar imperios, uno tras otro, se ha atribuido al genio creador del empresario jerezano, pero ni tan siquiera ello puede explicar por sí solo la portentosa capacidad para comprar sociedades y empresas a un ritmo vertiginoso, incluso después de haber sido expropiado y de que la acción gubernamental le hubiese -teóricamente- arruinado.

Haber comprado y constituido 107 empresas desde la segunda mitad de los años 80 implica un ritmo de adquisición de más de cuatro por año. Si se consideran las 407 empresas operativas que llegó a manejar Ruiz-Mateos en los últimos 50 años, el saldo es mareante: entre las dos Rumasas, la familia fundó o compró más de 8 empresas por año. Y si se restan los años en que el empresario estuvo inactivo (bien porque huyó al extranjero o porque permaneció en pleitos y en prisión), la capacidad del grupo «de la abeja» es de 9 sociedades por ejercicio.

Este ritmo febril de expansión exige una enorme capacidad de gestión, pero sobre todo debería haber implicado unos requerimientos de capital y de recursos (propios o ajenos) tan descomunales que parece imposible que ni siquiera las mayores fortunas del país han podido emular tal afán comprador.

Para evitar esas exigencias tan brutales de financiación, que en sí mismas -por la imposibilidad material de movilizar tantos recursos económicos- le hubiesen dificultado en extremo la realización de su voraz ambición inversora, Ruiz-Mateos ha seguido un estilo de gestión peculiar que, al tiempo que le facilita y agiliza la creación de fastuosos grupos corporativos, lleva en sí mismo, como contrapartida, el germen de su vulnerabilidad.

Si se analiza la trayectoria del empresario jerezano desde que en los años sesenta se inició en el comercio del vino de Jerez, la constante más recurrente consistió en la compra de sociedades en dificultades, y por eso baratas, que las más de las veces compraba sin desembolsos cuantiosos cuando no a cambio sólo de quedarse con las deudas o mediante la entrega de bienes inmuebles que Ruiz-Mateos había atesorado con la anexión previa de otras sociedades.

Algunas personas que colaboraron en algún momento con Ruiz-Mateos aseguran que no pocas veces el vendedor tuvo que pagar en vez de cobrar por traspasar su compañía a Rumasa, que se quedaba con el problema de un negocio a menudo en pérdidas y con deudas, pero que aportaba al grupo de la abeja activos valiosos, caso de marcas, terrenos, inmuebles, fondo de comercio u otros. Y si la compañía, además, generaba mucha liquidez pasaba a ser entonces un objeto aún más preciado aun cuando estuviera en «números rojos».

Las únicas sociedades por las que Ruiz-Mateos estaba dispuesto a pagar cantidades apreciables eran los bancos, que fue adquiriendo hasta los primeros años 80, hasta que el Banco de España le exigió que frenase la expansión y que consolidase el grupo ya formado. La banca era un negocio que canalizaba amplios recursos líquidos, lo que más precisaban sus empresas -de ahí la relevancia que llegaron a tener los bancos en la política de compras de Ruiz-Mateos-, aunque para captar crecientes flujos de ahorro las entidades financieras de Rumasa tuvieron que recurrir al pago de tipos de interés superiores a los del mercado.

Es decir, nada distinto a lo que Nueva Rumasa ha hecho en los dos últimos años, aunque ahora, a la vista de que tenía vedado el retorno al sector financiero por disposición del supervisor, el nuevo grupo haya acabado recurriendo desde 2009, en plena crisis financiera, a las emisiones de pagarés con tipos de interés desproporcionados (de hasta del 10%) y luego a la colocación de acciones entre inversores privados.

El funcionamiento de Rumasa se fundamentaba, por lo tanto, sobre un esquema complejo, que permitió el rapidísimo avance del grupo, pero que sólo funciona cuando se dan todas las condiciones óptimas para que el modelo no colapse.

En una España con una inflación tradicionalmente elevada, el endeudamiento asumido por las tomas de control de compañías se relativizaba porque el nominal de la deuda permanece estable mientras su valor real decrece por el mismo efecto inflacionario, sobremanera cuando los ingresos por facturación crecen en términos nominales por ese mismo efecto.

Pero Ruiz-Mateos, que se hizo empresario con el comercio y la exportación de vino, y que había desarrollado desde joven un marcadísimo talante comercial, supo las más de las veces mejorar de forma ostensible la gestión y sobre todo la capacidad comercializadora de las empresas que adquiría -casi siempre marcas con solera y muy populares-, a las que imprimió una mayor agresividad en las técnicas de venta, distribución, políticas de precios y estrategias de marketing.

La debilidad de muchas de aquellas compañías se compensaba con la revalorización de sus activos. En una espiral como la de los años 60, o más recientemente como la del período de la «burbuja inmobiliaria» de 1996-2007, las compañías acumulaban plusvalías latentes por un patrimonio cuya puesta en valor crecía de forma acelerada.

Pero la inflación española marcó un punto de inflexión en 1977, con una tenue caída a resultas de los Pactos de la Moncloa, y siguió una senda de descensos, año a año, en los ejercicios siguientes. Mientras tanto, el entorno empresarial se hacía cada vez más difícil, con la crisis económica profundizándose en 1980-1981 por el segundo «shock» del petróleo, y con el paro al alza de forma constante hasta 1985.

Rumasa fue -junto con el golpismo, las millonarias pérdidas del sector público empresarial, las reconversiones industriales pendientes, el atraso de infraestructuras y la entonces aún sin cerrar crisis bancaria de 1977-1985- uno de los graves problemas del país que la UCD no supo, no pudo o no tuvo tiempo de resolver y que dejó en herencia al PSOE.

Leopoldo Calvo-Sotelo, presidente del Gobierno entre febrero de 1981 y diciembre de 1982, confesó en sus memorias que «la delicada situación de Rumasa era ya un hecho preocupante en los tiempos de Franco» y que el último Gobierno de la UCD llegó a preparar la «intervención». «Ésa fue una de las materias que traté con el secretario general del PSOE durante la ejemplar "transmisión de mando" que hicimos en noviembre de 1982», escribió Calvo-Sotelo.

La Nueva Rumasa, fundamentada desde la segunda mitad de los años 80 en un esquema no menos acelerado de compras, anexiones y una fortísima diversificación, ha vuelto a evidenciar la gran capacidad de la dinastía Ruiz-Mateos para recomponer una vastísima constelación de empresas, fábricas y redes comerciales; también su olfato empresarial para hacerse con negocios e instalaciones en dificultades pero con tradición, marca reconocida y patrimonio realizable y revalorizable; y su talante y olfato comerciales para reposicionar y relanzar enseñas y negocios.

Pero una vez más se repite la evidencia de que esta vía de crecimiento es muy eficaz para generar desarrollos raudos y fastuosos, pero también muy vulnerable a los ciclos recesivos, y más cuando se suma una restricción crediticia como la vivida desde 2008 y cuando, como ha ocurrido también en esta crisis internacional, la espiral revalorizadora de activos, que es crucial en este modelo de creación de imperios, no sólo deja de avanzar, sino que retrocede y cae. De ese modo, lo que parece ir viento en popa cuando la economía está boyante, entra en dificultades apenas se resienten las condiciones que se precisan para que el modelo funcione.

Cuando el 23 de febrero de 1983 -el miércoles hará 28 años- la primera Rumasa fue expropiada, muchos afirmaron que el grupo hubiese logrado restablecer su solvencia y solidez si hubiese logrado postergar la intervención dos años y hubiese podido enlazar con el ciclo de crecimiento de la economía española que arranca en 1985 y que perdura hasta la crisis de la segunda mitad de 1992, un período durante el cual se vivió una de las épocas de mayores enriquecimientos con la compraventa de sociedades, bienes inmuebles y otros activos, cuyas valoraciones entraron en una trepidante tendencia alcista. Pero la duda es si Rumasa hubiese podido aguantar entonces dos años más.

Ahora, hay quien cree que Nueva Rumasa, de lograr un acuerdo con los acreedores para que acepten el aplazamiento de pagos, la renegociación de deuda y en su caso para que asuman quitas, podría enderezar su situación, y máxime si la recuperación de la crisis no se demora en exceso. De momento, casi todos los indicadores apuntan a que la fase crítica del ciclo ya ha podido tocar suelo. Las incógnitas son dos: cuándo comenzará la recuperación nítida de la economía española -suficiente para generar empleo, demanda y actividad vigorosa- y si Nueva Rumasa logrará oxígeno para llegar hasta allí.