Escribo estas breves líneas desde la playa en Delaware (EE UU). Este detalle, lejos de ser irrelevante, demuestra la seriedad de la situación económica en España por dos motivos. El primero es que los compromisos profesionales que me ha causado esta terrible crisis han limitado mis vacaciones de agosto a la mínima expresión y en vez de tomar el avión e irme a Ribadesella, que es una playa mucho más guapa que ninguna de las que tengan en este lado opuesto del Atlántico (y ni hablemos, claro, ni del pixín ni de la sidra que tanto añoro), me tengo que conformar con una breve escapada a unos pocos kilómetros de mi despacho en Filadelfia. El segundo es que las noticias de estos días son tan preocupantes que me llevan a interrumpir, aunque sólo sea por unas horas, el descanso para intentar explicar la situación en la que nos encontramos y enumerar cuáles son los deberes para el nuevo Gobierno que surja de las urnas en noviembre.

Empecemos repasando lo más básico. España, y en general todo el mundo desarrollado, vive una grave crisis de deuda. La gran burbuja inmobiliaria llevó a una acumulación insana de deuda en los balances de las familias y empresas que se tornó insostenible en el 2007. Cuando esto ocurrió, las familias y las empresas reaccionaron reduciendo su consumo e inversión para poder pagar esa deuda. En situaciones normales, el tipo de interés nominal baja lo suficiente para que el deseo de reducir la deuda por aquellos agentes con balances más castigados se compense con el mayor deseo de consumir e invertir de aquellas familias y empresas más saneadas y que, a tipos de interés más bajos, ven nuevas oportunidades de gasto. Pero cuando la crisis de deuda es lo suficientemente grande y los tipos de interés nominales a corto plazo no pueden bajar lo suficiente porque se topan con la barrera del cero, como prácticamente nos ocurrió a los pocos meses de entrar en la crisis, este proceso de ajuste se constipa. Los agentes en mejores condiciones no se lanzan a demandar bienes y servicios en la suficiente cuantía, el consumo y la inversión se reducen, el desempleo sube y tenemos una nueva ronda de empeoramiento de la situación de las familias y las empresas. La cota cero de los tipos de interés nominales hace que las economías de mercado entren en una marisma de la que les cuesta salir por sí solas.

Aquí es donde tiene que intervenir la política económica. En unos meses tendremos, casi con total seguridad, un nuevo Gobierno en España. ¿Qué es lo que debe hacer este Gobierno?

Para resolver esta crisis de deuda España precisa dos cosas. Primero, necesitamos reestructurar el sistema financiero de una vez, tanto para liberar los recursos atrapados en él como para levantar las incertidumbres que persisten sobre la economía española. Esto no puede hacerse a base de traspasar todos los balances privados al sector público, algo que sería un suicidio para el contribuyente español.

Segundo, es imprescindible recuperar el crecimiento económico, para que los agentes privados y públicos puedan hacer frente a sus obligaciones de deuda. Sin crecimiento, el peso de la deuda privada y pública seguirá explotando a medida que se refinancien los préstamos y llegará a hacerse insostenible.

Para lograr ese crecimiento no nos van a servir las políticas de demanda. Dadas las restricciones que nos imponen los mercados financieros, no nos queda más remedio que cumplir el objetivo de déficit acordado con la Unión Europea y proceder a una consolidación fiscal, aunque en realidad la misma, en las circunstancias actuales, no ayude demasiado a salir de la crisis y bien puede que la empeore. La política monetaria va a seguir siendo desgraciadamente restrictiva, pues el BCE peca de una profunda falta de comprensión de la situación a la que nos enfrentamos en Europa. La solución habitual de otras crisis españolas, la devaluación de la peseta para exportar más e importar menos, ya no es factible y encima la economía mundial va a presentar un panorama muy desfavorable durante muchos, muchos años, con lo que nadie va a «tirar» de nosotros.

La única alternativa posible en este complejo panorama es hacer políticas de oferta: reformas estructurales que eleven nuestra tasa de crecimiento a medio y largo plazo. La economía española sufre innumerables ataduras, que al eliminarse pueden permitir dar un salto importante. Quizás el caso más sangrante es la dualidad del mercado de trabajo y la disfuncional estructura de la negociación colectiva (con aumentos de los salarios reales de convenio del 3% en medio de una crisis histórica), y que son los únicos mecanismos que pueden empezar a explicar tasas de desempleo como las que estamos experimentando.

El crecimiento económico no sólo ayuda a que se desplace la oferta agregada de la economía, sino también a que crezca la demanda. Mejores perspectivas en el futuro incrementarán el deseo de las familias y las empresas en mejores condiciones financieras de comenzar a consumir e invertir con más alegría. El círculo vicioso de «más deuda, menos demanda, más deuda» puede convertirse así en un círculo virtuoso de «menos deuda, más demanda, menos deuda». Además, mejores perspectivas de crecimiento nos dan más margen temporal para realizar la consolidación fiscal con más calma y con menos efectos negativos en el corto plazo.

El problema es que estos cambios que aseguren el crecimiento en el medio y largo plazo son mucho más costosos políticamente que la reducción del déficit. Mientras que uno puede ir enjuagando el agujero público con la congelación del empleo público o de las partidas de gasto discrecional, cambiar el mercado de trabajo, la negociación colectiva, el sistema educativo o romper las mil barreras a la competencia, arriesgan a un Gobierno a enfrentarse con una huelga general o manifestaciones múltiples. Pero son la única salida.

Ésta es, quizá, la principal y primera tarea enfrente del nuevo Gobierno: entender que la reducción del déficit, por sí sola, no resolverá nada. Necesitamos una clara política de reformas.