Oviedo, Marcos PALICIO

No hay cubos. El martes, a las nueve de la noche, todavía no es 14 de noviembre, pero el primer indicio de anormalidad se anuncia ya en el gesto de alguien que da media vuelta en el portal sin poder tirar la basura. Dentro de unas horas, Oviedo amanecerá a la huelga general con los servicios funcionando a media carga, el gran comercio abierto en bloque y el pequeño cerrado más en el centro que en la periferia. Con la calle llena, incluso algún bar hasta arriba, sol sin frío y otoño primaveral. Nada de quedarse en casa. A simple vista, la mañana plácida podría pasar por la de un sábado si los bancos no tuviesen casi todos las luces encendidas -algunos, por si acaso, con las persianas bajadas- y no hubiera también bares cerrados con carteles que piden disculpas a la clientela. Ayer, el miércoles fue un sábado raro. Un sábado raro en una ciudad irritada. Porque, a poco que se pregunte, por debajo de esta apariencia sosegada de mañana festiva aflorará el cabreo. Rascando, rastreando a pie de calle, preguntando, resulta que el interlocutor es médico o funcionario, o directamente desempleado, y que todos tienen sus motivos de disgusto. Los que ovacionan sin reparos la convocatoria de huelga, los que la entienden pero discrepan de su oportunidad; el que sale de trabajar y el que va camino de la manifestación; el que no se siente impelido por la corneta sindical y el que rechaza de plano sus métodos y hasta sus modelos de financiación. Tarde o temprano, al final siempre acaba asomando alguna variante del descontento colectivo.

La mañana se apacigua a medida que quedan atrás, sin incidentes graves, la pelea por los intentos de obstaculizar la salida de los autobuses urbanos o las tentativas de impedir la apertura de comercios en el centro de la ciudad. En el paseo de los Álamos, al mediodía, unos operarios que sí trabajan acaban de levantar el escenario desde donde hablarán los líderes sindicales al final de la manifestación vespertina mientras un viandante mira extrañado al panel vegetal donde normalmente se muestra la fecha del día. Hoy no. Esta vez nadie ha venido a cambiar los números y aquí sigue siendo 13 de noviembre. A unos pocos pasos de ese signo de que la huelga tal vez puede estar funcionando, a El Corte Inglés no le quedan más secuelas del reciente asedio infructuoso del piquete que unas cuantas pegatinas en el dintel de la puerta principal y una pintada con la palabra del día -«Esquiroles»- escrita en el suelo junto a uno de los accesos laterales. Dentro, el ritmo consumista de un día cualquiera se mueve entre la clientela abundante de los «ocho días de oro».

Como hay varias huelgas recientes para comparar, un testigo vendedor callejero hace memoria y concluye que los piquetes no han estado esta vez tan agresivos. El caso es que aquí la mañana se ha esfumado sin incidentes graves y que lo que queda a la vista, a última hora, son folletos llamando a la huelga tirados por la acera, bolsas de basura en plena calle, un mensaje de «servicio mínimo suspendido» en el indicador luminoso de una parada de autobús y una pegatina que dice «Oviedo cerrado» sobre el escaparate de la tienda abierta de Zara en la calle Pelayo. Eso y el «tengo miedo» de la dependienta de un puesto callejero abierto que cerca de las dos aún no las tiene todas consigo. Al ver lleno un hipermercado, tampoco faltará quien advierta que esta huelga también le va a salir mejor al pez gordo, que tiene medios para protegerse de los piquetes, que al pequeño comerciante que ante la duda opta por cerrar porque abrir un día «no compensa el riesgo de exponerse a tener que pagar la luna del escaparate».

Íñigo Noval, radiólogo, regala esta reflexión mientras pasa por la esquina entre Uría y Doctor Casal. También dirá que «después de leer en el Boletín Oficial del Estado del 5 de octubre la tabla salarial del personal de Comisiones Obreras -casi 3.400 euros al mes para un técnico superior-, no apoyo la huelga». Al sondeo rápido de opiniones le va a sobrar un recorrido pequeño, de aquí al final de Uría, para dejar al descubierto toda la gradación del cabreo. Belén Fernández, empleada de una óptica, ve motivos para la protesta, pero no para una huelga ahora «por lo que ocasiona una medida de este tipo en medio de esta crisis», dice; Jaime Lisa, funcionario jubilado, responde que «el voto y la huelga son las únicas armas de que disponemos los ciudadanos»; Juan Marcos Álvarez, auxiliar de enfermería, que la «presión» que hostiga al trabajador carga de motivos a los que convocan y secundan el paro; María Jesús Díaz, camarera de hotel, que la huelga es el modo correcto de reacción contra un sistema al que «no le importamos nada», y así sucesivamente.

En el Hospital, donde la huelga sectorial del personal sanitario ha precedido a este paro general, ayer la otra huelga no rebajó por momentos el ajetreo habitual. El silencio se hizo, sin embargo, en el entorno del edificio de servicios múltiples del Principado, dando fe de que aquí cada cual tiene su propia protesta y de que todas ellas, la queja sanitaria, la que defiende la escuela pública y los lazos negros que tras los cristales de las consejerías defienden a los funcionarios de los recortes, confluyeron por la tarde en la gran manifestación de la plaza de América al paseo de los Álamos. Al final, la motivación de la huelga general también se resume en una pared de la calle del Sargento Provisional con una pintada de filosofía escatológica -«Reformar el capital es como perfumar la mierda»- o, no muy lejos de allí, con otra más convencional que pide que «la crisis, que la paguen los ricos».