Oviedo, José Luis SALINAS

Estados Unidos presume de ser un país en el que todos tienen las mismas oportunidades laborales para triunfar, independientemente de su raza, sexo o religión. Es lo que en 1931 el historiador James Truslow bautizó como «el sueño americano». Pero más que un sueño es un mito, según un estudio de Emilio J. Castilla, un emigrante español profesor del Massachusetts Institute of Technology (MIT) de Boston que el pasado lunes recibió en el XI Premio «Fundación Banco Herrero» para jóvenes investigadores por sus trabajos en el campo de la sociología económica.

El investigador, de origen catalán, desgranó ayer, ante una abarrotada y entregada Aula Magna de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Oviedo, las conclusiones de un estudio que ha realizado durante los últimos años y en el que se asegura que la empresa americana discriminaba a los trabajadores en función de su sexo o su raza a la hora de repartir incentivos. Pese a desmitificar este «sueño», Castilla animó a los cientos de estudiantes que, entusiasmados, siguieron su ponencia a «lanzarse a la aventura americana» ante los nubarrones que cubren el horizonte económico europeo. Así encontrarán una forma de prosperar en su trabajo, como hizo él, aseguró.

En su estudio, precisó Castilla, se demostró que trabajadores «que hacen el mismo tipo de trabajo y que tienen el mismo nivel de productividad no reciben los mismos incentivos salariales si son mujeres o si son blancos norteamericanos». Las mujeres logran menor recompensa a su esfuerzo.

A mitad de la explicación uno de los estudiantes que estaba entre el público levantó la mano para hacerle una pregunta al docente; algo que minutos antes el propio investigador había pedido a los participantes que hicieran: «Podéis interrumpirme cuando queráis y plantearme vuestras dudas». El estudiante asturiano preguntó: «¿Los resultados de estos estudios pueden generalizarse al resto del mundo y empresas?». Castilla respondió afirmativamente. «Todos somos seres humanos y todos cometemos sesgos a la hora de elegir cómo o a quién incentivar».

Al otro extremo de la sala, otro estudiante pidió la palabra: «¿Las leyes de paridad pueden afectar a la productividad del Gobierno o de la empresa?» Castilla destacó la dificultad de valorar la productividad en la política aunque apuntó que, por su experiencia en las empresas, «una de las cosas que más suelen desmotivar a los trabajadores es ver cómo se promociona a incompetentes».

Para llegar a todas estas conclusiones, Castilla entró «hasta atrás» en los datos de una importante empresa americana (de la que por motivos de confidencialidad no dio su nombre y que bautizó ficticiamente como «Servicom») con 20.000 empleados y 272 centros de trabajo. «Me entrevisté con los supervisores y conocí a algunos trabajadores de primera mano para saber sus opiniones», señaló. De las conclusiones de su trabajo se desprende que al entrar a trabajar en la compañía no hay ningún tipo de discriminación, «todos cobran lo mismo, más que nada porque la legislación americana vigila mucho esto». El problema llega cuando entra en funcionamiento el plan de incentivos; es en ese momento donde Castilla comprobó que se dan discriminaciones.

En Estados Unidos las empresas, explicó, «están obsesionadas» con motivar a sus trabajadores, con incentivarlos económicamente y con tratar de quedarse con los que mejores capacidades demuestran. «En 2005, el 70% de las empresas americanas ofrecía bonus a sus trabajadores. Cualquier empresa del país que quiera ser estratégica y dinámica tiene que tener estos bonos y retener a los empleados que sean más talentosos», señaló.

Otro reciente estudio del nuevo premio de la Fundación Banco Herrero lo ayudó a enfatizar las conclusiones a las que había llegado al analizar «Servicom». En este caso Castilla evaluó dos compañías: una en la que se propuso un sistema meritocrático (es decir, en el que los salarios de los trabajadores subían según su valía) y otra en la que no. El docente propuso a varios empleados que evaluasen a tres compañeros y repartiesen entre ellos mil dólares en función de su trabajo: un hombre y una mujer que habían realizado los mismos méritos laborales y «otro trabajador menos productivo que hacía de relleno para que el experimento no fuera tan evidente». «El resultado fue paradójico», señaló, «en la empresa meritocrática se dio más dinero al hombre que a la mujer y en la que no funcionaba por este sistema fue al revés». «Es como si al activar el sistema meritocrático también se activaran algunos prejuicios en el cerebro», concluyó.