En las crisis de demanda, precios y producción se mueven en el mismo sentido, y en las de oferta, en el inverso. La Gran Depresión, en los años 30, correspondió al primer modelo, y la recesión de los 70, al segundo. Pero en la crisis de 2008 a 2013 se alternaron ambos patrones, lo que dificultó el diagnóstico de los problemas y la definición de su terapia: la crisis fue polimórfica porque, entre otros comportamientos erráticos, fluctuó de forma sucesiva tanto hacia la deflación (hundimiento de la actividad y de los precios) como hacia la estanflación (caída del PIB y del empleo con alza del IPC). Ahora, en la salida de la crisis, se está produciendo otra anomalía: la paradoja del crecimiento y de la creación de empleo sin una recuperación sostenida de la inflación.

Esta ausencia de tensiones inflacionarias después de cuatro años de recuperación (ocho en el caso de EE UU, la tercera fase expansiva más prolongada del país desde mediados del siglo XIX), y a pesar de la mayor ofensiva monetaria realizada por los emisores de dinero para fabricar inflación y tras haber alcanzado algunos países de referencia la situación de pleno empleo técnico, quiebra principios teóricos y modelos interpretativos hasta ahora vigentes, obliga a conducir la economía a tientas y sin disponer de luces largas que permitan alumbrar el camino, y ha sumido en la perplejidad y la confusión a los rectores de las políticas monetarias y fiscales.

Indefinición. Las declaraciones dubitativas y vacilantes de los bancos centrales en los últimos tiempos, las percepciones antagónicas que conviven en el debate interno de sus órganos de gobierno y la secuencia inconstante en la estrategia de repliegue de sus medidas expansivas extraordinarias emanan de la indefinición oscilante en que se desenvuelven indicadores cruciales para la toma de decisiones.

La fase de recuperación de las economías avanzadas no ha sido capaz de afianzar y asegurar de forma perdurable tasas de inflación en el entorno del objetivo del 2% ni con el apoyo de la más fastuosa ofensiva de estímulo monetario de la historia (expansión de la base monetaria hasta 4,4 billones de dólares en EE UU y 4,6 billones el BCE cuando acabe este año, y tipos de interés en 0% e incluso negativos) ni con la relajación de la disciplina fiscal que se adoptó en algunas áreas en el pasado más reciente.

Doctrinas. La depresión de los años 30 cambió el modelo teórico vigente con el triunfo del keynesianismo sobre la economía clásica, y la crisis de los 70 reemplazó la hegemonía keynesiana con la entronización del reinado monetarista. Realidades nuevas exigieron interpretaciones diferentes.

En la crisis reciente, las economías que combinaron de forma simultánea medidas keynesianas con monetaristas (además de políticas de oferta), caso de EE UU, avanzaron primero y más que las que, como la UE, optaron por la inconstancia y alternaron unas y otras recetas al compás de los vaivenes de la montaña rusa que trazaron las sendas del PIB y de la inflación, lo que apunta a que las distintas doctrinas son más eficaces juntas que por separado.

Aún así, los crecimientos del PIB y del empleo sin tensiones en los precios delata que han dejado de funcionar modelos como la curva de Phillips, de inspiración keynesiana (la caída del paro debe impulsar el IPC), arroja confusión sobre cuál es el nivel de ocupación en el que ha pasado a situarse la tasa Nairu (el índice de desempleo no acelerador de la inflación), obliga a revisar los factores que concurren en la formación de precios, induce a reconsiderar principios monetaristas ("la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario") aun sin negar su lógica intrínseca y la contribución de la expansión de los balances de los bancos centrales a conjurar la amenaza de la deflación, e incita a recuperar las teorías que distinguen entre distintos tipos de inflación y, en consecuencia, también de desinflación.

En anteriores crisis ya hubo interpretaciones antitéticas según escuelas y doctrinas (caso de las disputas entre Keynes y Hayek, y entre la Reserva Federal de EE UU y la de Nueva York en los años 30), pero la que se desencadenó entre 2007 y 2008 contribuyó a ello mucho más con su transformismo mutante. La recuperación ha perpetuado la dispersión de los comportamientos de las magnitudes macroeconómicas. 2016 y 2017 han sido ejercicios con fuertes vaivenes en los indicadores de inflación, con alzas súbitas a las que siguieron moderaciones repentinas.