Me habían dicho que ser presidente de mesa era un coñazo, pero yo fui con buena disposición. Llegué a las ocho de la mañana y no di el primer bostezo hasta las 11.44 horas (sí, reconozco que lo apunté). El caso es que lo pusimos todo en marcha -gracias a funcionarios e interventores, yo estaba perdidísimo- y comenzó la votación. No hubo incidentes. Lo más llamativo vino de mi gente conocida. Muchos pasaban a verme y me saludaban como quien da un pésame. Yo les decía que tampoco era para tanto, pero les sonaba a ese "gracias, no te preocupes" que los heridos le dicen a sus seres queridos para que no sufran por ellos. En realidad, a mí también me sonaba así. No lograba insuflar un tono de satisfacción creíble, por más que estuviera, y lo digo en serio, disfrutando del día.

Hasta que llegó el tramo final. Ahí fue donde me di cuenta de eso que dicen de que a un pez no le puedes hablar del agua porque no sabe lo que es. Cuando estás muy cerca de las cosas, las cosas desaparecen. La votación, el recuento, las actas y demás me resultaron tan absorbentes que, en realidad, puedo decir que no me enteré de nada. Porque fue así. Fue como estar en un partido mirando sólo al banderín de córner. También es cierto que para mí estas elecciones -y quiero pedir perdón por mi escepticismo- eran como estar viendo un amistoso entre Albania y San Marino.

No tardé en darme cuenta de que para que todo funcione tiene que haber un montón de gente con la cabeza agachada escribiendo nombres y números, tachando listas y, después, contando papeletas, rellenando un montón de formularios, actas y ficheros. La verdadera democracia es un coñazo soberano. Lo que vemos por la tele no tiene nada que ver.

Mi mesa estuvo entre las más lentas, quizá por mi culpa. Hasta me equivoqué en un acta que tuve que repetir. Cuando todo acabó eran las once de la noche. Llevé las actas al Juzgado sin saber lo que había pasado. Cuando entré por la puerta de casa ya había ganado el PP.