Todo empezó el 13 de noviembre de 2003, en plena campaña de las elecciones autonómicas catalanas. Ante un auditorio enfervorizado, José Luis Rodríguez Zapatero afirmó: «Apoyaré el estatuto que salga del Parlament de Cataluña».

En aquellos momentos José María Aznar gobernaba España con mayoría absoluta y Jordi Pujol hacia lo propio en Cataluña con mayoría relativa y el apoyo del PP. La reforma del Estatut era la promesa estelar del antiguo alcalde olímpico; se palpaba que la victoria era posible, tanto como improbable parecía que Zapatero llegara a la Moncloa al año siguiente. Su «apoyaré» era pues un brindis al sol; una ayuda a los compañeros catalanes que no comprometía a nada. Pero, además, llevaba implícita una coda no pronunciada pero fácilmente deducible: «lo apoyaré... porque los socialistas catalanes no vais a aprobar nada que no podamos aceptar, ¿verdad?».

No fue así. Por la presión de CiU y ERC, pero también por el empeño de Maragall, el Estatut salió muy por encima de lo que podían aceptar tanto el PP como la mayor parte del PSOE, inesperadamente en el Gobierno. Zapatero pactó algunos recortes con el convergente Artur Mas, con una cláusula secreta: si CiU ganaba las siguientes autonómicas, el PSC le apoyaría en la investidura. CiU ganó, pero el PSC reeditó el tripartito y siguió al frente de la Generalitat. Mas se enfadó mucho con Zapatero y se lo hizo pagar en las Cortes, donde CiU pasó de aliado fiable a oponente habitual.

Desde entonces, la relación entre PSC y PSOE ha sido una sucesión de malentendidos, de los que el menor no es el que atañe a la naturaleza de su relación. Jurídicamente, el PSC es un partido soberano que ha establecido acuerdos con el PSOE; esto, que es muy claro en Cataluña, no lo es tanto en Madrid, donde el PSC es visto como una federación regional más. Por ello, con frecuencia, desde el PP y desde el mismo PSOE surgen voces exigiendo a Zapatero que «ponga firme» a Montilla.

Otro gran malentendido afecta al propio Montilla, que para nada se puede considerar nacionalista, pero que ha asumido como propia la lógica del cargo. Por muy ministro de España que haya sido, ahora es presidente de Cataluña, y defiende los intereses de la Generalitat: más recursos y más autogobierno. En julio de 2008, en pleno debate sobre el nuevo sistema de financiación autonómica, Montilla le soltó a Zapatero esta frase: «José Luis, los socialistas catalanes te queremos mucho, pero aún queremos más a Cataluña y a sus ciudadanos».

No todo el PSC está exactamente en la misma línea, porque se trata de un partido con genes múltiples. Nacido en 1977 del acuerdo entre la federación catalana del PSOE y la unión previa de varios grupos catalanistas de izquierdas, arrasó en las elecciones generales y municipales y pinchó en las autonómicas.

Durante los primeros años los catalanistas gobernaron la formación, hasta que los cuadros de las agrupaciones locales, de los que son ejemplo Montilla y el ministro Corbacho, tomaron el relevo aupados por la mayoría de la militancia. Sin embargo, a este sector le faltaba discurso elaborado sobre la cuestión nacional, que en ningún caso podía ser mimético al del PP, y ese discurso lo siguió proporcionando el sector catalanista, del que el conseller de Economía, Antoni Castells, es un referente destacado. Castells y Montilla se entendieron porque ambos buscan lo mismo: más competencias y más dinero para la Generalitat, aunque ambos conocen sus puntos de discrepancia, entre los que la proximidad al PSOE no es una cuestión menor.

La evolución de las largas deliberaciones del Constitucional ha abierto la puerta a una sentencia final muy dura con el Estatut, que anulará o interpretará restrictivamente muchos de sus artículos. Dicha perspectiva ha puesto a Montilla en la tesitura de mover pieza, y ha intentado encontrar una vía que no rompiera nada aunque pisara varios callos. Así, al pactar con CiU una resolución del Parlament que urge la renovación del tribunal y pide al actual que se inhiba de dictar sentencia, evita cuestionar la capacidad del órgano para tal decisión, como piden los nacionalistas, y centra el asunto en la caducidad de los mandatos. Pero ese nivel de contención no ha sido suficiente para el gobierno Zapatero, que ya tiene bastantes problemas con la crisis económica como para que le desestabilicen el frente catalán.

El Parlament de Cataluña ha enviado su resolución a las Cortes, donde la renovación del Constitucional está atascada. Los socialistas pretenden que sólo se tramite el en Senado, donde sus senadores forman grupo propio, pero CiU pretende llevarla también al Congreso para poner al PSC ante tres opciones complicadas por igual: convencer a Zapatero para que cambie de opinión (lo que es improbable), romper la disciplina de voto (lo que abriría una profunda crisis entre PSOE y PSC, pero también dentro del PSC), o ser acusado de cobardía y doble lenguaje.

Ante esta disyuntiva, Castells ha comparecido para abogar por una defensa cerrada de la resolución que comprometa, como un bloque, a los 40 diputados de los partidos que la suscriben. Es decir, también a los del PSC. Su argumento es que el Madrid político no hará caso hasta que vea una demostración de fuerza de tales características. Y si Zapatero quiere evitarlo, le basta con escuchar y atender. Para quitar hierro, Montilla ha insistido en que el camino bueno es el de «convencer» al PSOE, pero De la Vega ha sido mucho más dura y ha exigido «lealtad».

Pero el mismo día se produjo otro hecho significativo: el coordinador de campaña del PSC para las autonómicas de otoño dudó de si Zapatero debería participar en la misma tal y como estaban las cosas. Aunque fue inmediatamente corregido por el número dos del partido, Miquel Iceta, la reflexión da buena cuenta de un desencuentro que se agudiza: el PSC no puede ir a unas elecciones autonómicas si no es con la imagen de haberlo dado todo por defender el Estatut que aprobó el pueblo en referéndum, y Zapatero no está por la labor. Su «apoyaré» de 2003 suma un nuevo incumplimiento, y no parece que le importe mucho perder la Generalitat a manos de CiU si con ello evita una sangría de votos en las otras comunidades españolas. Y si con Artur Mas se entendieron en el pasado, pueden volver a hacerlo en el futuro.