Los ex presidentes olvidan con rapidez que un día gobernaron. Reclaman la atención que se les dispensaba en su cenit, sin someterse a la agria verificación de sus propuestas. Felipe González encarna a la perfección al antiguo estadista dicharachero de puente aéreo. Sus últimas declaraciones a «El País» contienen un solemne acertijo, al decretar que en España «los debates se pierden en los problemas que creamos, que no siendo reales se convierten en graves». En primer lugar, un converso al casino bursátil debiera reconocer el mérito de las histerias artificiales de subida o de bajada, vulgo burbujas. En segundo lugar, hay que diseccionar cuidadosamente la fecha de creación de esos fantasmas, dado que él gobernó hasta el cercano 1996. En tercer lugar, todo lo anterior no importa, pues se trataba únicamente de lanzar una pulla a Zapatero. El Gobierno de hoy crea problemas.

En resumen, el sucesor socialista de González se habría enredado en cuestiones mínimas, distrayéndose de los asuntos mayestáticos. Consideremos. Uno de cada cuatro parlamentarios británicos es mujer -con la vergüenza adicional de que las esposas de los candidatos han recibido mayor atención que cualquiera de las electas-. El Congreso de la machista España supera ampliamente esa proporción femenina, su Gobierno cuenta con más mujeres que hombres, y dos vicepresidentas a uno. Se necesitarán décadas para valorar esta revolución. Por no entrar en los reflejos del primer gobernante que entendió a Irak como problema irresoluble, mucho antes que Obama.

De acuerdo con Milton Friedman, un gobernante sólo debería permanecer seis meses en el cargo. A partir de ese lapso, el corsé burocrático -el statu quo- anulará todas sus medidas. Zapatero se hunde hoy como el último abanderado del Estado del bienestar pero, quien recuerde los últimos años de González, podrá explicar cómo hubiera afrontado una crisis económica sin precedentes, mientras se le desangraba un alto cargo semanal por el catálogo de corrupción más completo de la historia. Un problema muy real.