En vísperas de la conflagración nuclear que liquidará la diarquía española por incompatibilidad de caracteres, los duunviros se han repartido exquisitamente los papeles. Zapatero pilota el poszapaterismo y Rubalcaba lidera el posfelipismo. El vicepresidente primero remonta al González que lo encumbró, el presidente segundo administra su propio testamento una vez curado de veleidades izquierdistas. El PP al borde del ataque de nervios se ha sumado a esta configuración, dado que no ataca al nuevo hombre fuerte del Gobierno por sus siete años de portavoz parlamentario y ministro del zapaterismo, sino por su gestión de hace tres lustros. En cuanto las circunstancias son propicias, los populares se remontan hasta el siglo XIX.

Rubalcaba y Vargas Llosa coinciden en que la recompensa a sus desvelos llegó tarde, aunque tampoco demasiado porque ninguno de ellos ha esgrimido el retraso para desembarazarse del premio recibido. El concepto de poszapaterismo parchea la dificultad de bautizar la era presente, empezando por las propias décadas -¿los años cero?, ¿los años uno?- Paradójicamente, el prefijo derogatorio ha otorgado carta de naturaleza a un zapaterismo que nunca fue reconocido como tal, el futuro pisotea al presente. Zapatero fue el primer presidente del Gobierno que accedió a la Moncloa declarando que muchos otros españoles estaban capacitados para ocupar la Presidencia. Hoy sólo se duda abiertamente de la idoneidad del más significado de ellos, el único que ha desempeñado realmente el cargo.

Cuando un Gobierno afirma que no sabe comunicar, hay que traducir que no sabe gobernar. Rubalcaba también ha encontrado el remedio a esta carencia en el posfelipismo. Su anuncio inaugural desveló que el Ejecutivo dispondrá de quince portavoces, uno por Ministerio. El resultado de ese régimen asambleario será un orfeón gubernamental, particularmente propenso a la cacofonía de discursos independientes, cuando no contradictorios. Una vez concluida la tregua de diez días de gracia -cien días es una eternidad impracticable en la cultura de la instantaneidad-, ha quedado claro que no habrá quince portavoces, sino que Rubalcaba hablará por quince. La mayoría de los ministros se refugiará en sus madrigueras mientras los copresidentes dilucidan la candidatura de 2012, que debe recaer en una sola persona por imperativo legal.

Posfelipismo y poszapaterismo comparten la incógnita sobre la posibilidad de reciclar a Zapatero como líder político. El atentado de la T-4 ya noqueó al presidente del Gobierno, que se recuperó a tiempo para ganar holgadamente las últimas elecciones. Sin embargo, el hundimiento económico -que todavía no ha tocado fondo- ha superado en gravedad a la amenaza etarra. España ha encontrado miedos mayores que ETA, según demuestran periódicamente los sondeos. Si Keynes recordaba que a largo plazo todos estamos muertos, a medio plazo todo gobernante es devorado por el agujero negro de la crisis. Esta ley no exonera a Rubalcaba, pese al acreditado blindaje ignífugo que protege al primer vicepresidente.

Zapatero se convierte en un líder débil cuando adopta las medidas más duras de su mandato. El poszapaterismo es el incumplimiento masivo de los planteamientos netamente izquierdistas que auparon al presidente a la Moncloa. Ha cometido un crimen más grave que traicionar sus principios: demostrar que carecía de energía para imponerlos en condiciones adversas. Las encuestas no castigan tanto su labilidad como su debilidad. El Gobierno ensaya el milagro de divorciarse de sus votantes al mismo tiempo que les reclama fidelidad. La pirueta es tan arriesgada que el PSOE puede presumir de que Rubalcaba ha sido fichado como contorsionista. La insistencia en la comunicación obliga a sospechar la introducción de artificios en la gestión de la verdad.

En el diálogo ininterrumpido entre posfelipismo y poszapaterismo, el irresistible ascenso de Rubalcaba ha de compararse forzosamente al fichaje de Baltasar Garzón por González. También entonces se entabló un idilio mecido por los mejores auspicios. La onda expansiva de la posterior colisión frontal -al incumplirse las ambiciones en juego- todavía alimenta la oposición del PP, cuyo nostálgico reloj atrasa sistemáticamente. La supervivencia de Rubalcaba es otro fracaso de la oposición.