Estos días se ha comparado a Artur Mas con Sísifo, el personaje de la mitología griega que fue condenado a empujar cuesta arriba, por una ladera empinada, una piedra enorme que antes de alcanzar la cima caía rodando hasta la base; así, día tras día, obligando al pobre Sísifo a recomenzar la inútil tarea.

A Artur Mas la piedra se le escurrió de entre las manos, cuando ya había alcanzado la cima, por dos veces: en las elecciones catalanas de 2003 y de 2006. En ambas, CiU fue la formación que consiguió más diputados, pero en ambos casos la segunda fuerza, los socialistas, pactó con los independentistas de ERC y los poscomunistas de ICV para llegar a la mayoría absoluta y gobernar: fueron los famosos tripartitos de Maragall (2003) y Montilla (2006), que lanzaron la piedra ladera abajo para desesperación del héroe.

Los caricaturistas no tardarían en dibujar a Artur Mas y a su entorno como viajeros perdidos atravesando el desierto. La metáfora bíblica venía a cuento porque CiU se había quedado casi sin resortes de poder, ya que los principales ayuntamientos y la poderosa Diputación de Barcelona estaban en manos de la izquierda; situación que se agravó tras las municipales de 2007.

Pero Artur Mas resistió, porque está en su carácter. Y no sólo resistió, sino que supo mantener unida a su gente en los peores momentos, desplegando una actividad incesante para evitar la desmoralización y para convencer a los cuadros y a las bases de que el país necesitaba su constancia y su sacrificio. Llegarían tiempos mejores, decía, y en cualquier caso, no podían dejar a Cataluña en manos del tripartito: no sin luchar hasta el último aliento.

Y así CiU atravesó el desierto sin grandes pérdidas, y cuando un ruido de cuchillos y buitres permitió intuir la próxima llegada del cadáver de su enemigo, allí estaban los nacionalistas dispuestos no sólo a volver donde solían, sino a sacar provecho del desgaste socialista para conquistar el castillo pendiente: la Alcaldía de Barcelona, que parece ahora al alcance de la mano. El carácter de Mas hizo todo esto, y por ello los suyos lo adoran y se han movilizado como nunca ante estas elecciones.

Nacido en 1956 de padres vinculados a las industrias textil y metalúrgica, licenciado en Económicas y Empresariales, tras unos inicios en el sector privado, comenzó a trabajar en la Generalitat en 1982, en un departamento encargado de buscar inversiones en el extranjero. En 1987 entró como concejal de CiU en el Ayuntamiento de Barcelona. Portavoz de su grupo, se distinguió por su actitud combativa hacia el alcalde Pasqual Maragall, lo que le valió la confianza de Jordi Pujol, que en 1995 lo nombró consejero de Política Territorial y Obras Públicas de la Generalitat. Hubiera querido ser candidato a alcalde de Barcelona, pero Pujol, que adivinaba la inutilidad del esfuerzo, prefirió que se quemaran otros políticos y no éste, que, por edad y actitud, podía formar parte del elenco entre el que un día designaría a su sucesor. Ello ocurrió a partir del año 2000, en que Mas fue promovido a secretario general de Convergència. En 2001 Pujol recuperó para él la figura histórica del «conseller en cap», una especie de Vicepresidencia ejecutiva de la Generalitat. El camino hacia la sucesión estaba servido. Pero el tripartito decidió otra cosa.

Entonces Mas sacó su carácter. En lugar de lamentarse y protestar, impugnó la legitimidad del nuevo Gobierno y convenció a sus votantes de que les habían robado la victoria con un penal injusto. Pasó toda la legislatura avivando esta llama y buscando todos los resortes para enderezar la situación. Llegó a pactar con Zapatero los recortes del Estatut a cambio de que, en la siguientes elecciones, el PSC le permitiera gobernar si CiU era la fuerza más votada. Lo fue, pero Montilla no siguió la consigna y desde entonces Mas no le da ni agua al jefe del Gobierno español.

La crisis económica y la sentencia del Estatut resquebrajaron el segundo tripartito sin que Montilla supiera qué cara poner, y entonces Mas vio clara la estrategia: era el momento de dejar de protestar y de proponerse como el líder sereno que necesitaba el país. Tomó como propia la metáfora de la travesía del desierto (o del mar, cual Ulises que regresa a Ítaca) y apareció como emergiendo de una dura prueba; como Tamino saliendo maduro y transformado del rito iniciático en «La flauta mágica», Mas lanzó al electorado catalán este mensaje: «Los siete años de oposición me han curtido». «Me siento moralmente y espiritualmente fortalecido, más liberado de algunos handicaps interiores y de algunos temores; en definitiva, me siento más yo», declaró recientemente en una entrevista a los periódicos «Regió7» y «Diari de Girona». Como él, añadía, todos los suyos iban a salir del desierto: «Estamos a punto de llegar al palmeral». Durante toda la campaña ha ido repitiendo una y otra vez la misma imagen, enardeciendo a una militancia que sólo tenía ganas de gritar: «¡Por fin! ¡Ahora sí!».

Pero, para Artur Mas, la travesía del desierto ha tenido otra función importante: la edípica de matar al padre, en este caso al padre político, Jordi Pujol. Ahora, decía en la misma entrevista, «lo siento más mío. No es lo mismo que te designen o que te lo ganes, y a mí en 2001 me designó Jordi Pujol. Me señaló. Pero en la travesía del desierto el jefe del grupo he sido yo, y ahora detrás de mí no hay nadie que me designe con su dedo, sino toda una travesía hecha en condiciones a veces difíciles, pero con voluntad de resistencia y de continuar adelante».

El que dentro de pocas semanas será presidente de la Generalitat es inequívocamente nacionalista, pero su separatismo está reprimido por el pragmatismo. Dice que votaría que «sí» en un referéndum de independencia, pero que no será él quien lo convoque, por lo menos ahora mismo, porque no hay una mayoría clara a favor, y «si planteamos cosas sin mayorías muy sólidas, cosas que dividen el país por la mitad, el problema no lo tendremos con Madrid, sino en casa». Por ello apuesta por objetivos menos ambiciosos, como algún tipo de concierto económico, propuesta que, según una reciente encuesta, aceptarían más de dos tercios de los catalanes, incluidos en ellos votantes socialistas y del PP. Pero sólo lo va a plantear si en las generales de 2012 «somos aritméticamente imprescindibles» en el Congreso de los Diputados.

Que nadie se engañe: el pragmatismo que va a mostrar Artur Mas en sus relaciones con la política española no significará renuncia alguna a su nacionalismo. Ya hace tiempo que la doctrina oficiosa del partido de Pujol, y del mismo Pujol, es la de dar por inútil cualquier esperanza de encajar a Cataluña en una España plurinacional. A lo máximo que aspira Mas es a «gestionar la tensión». Y es que, en su opinión, «así como durante 30 años nos hemos acogido a un marco constitucional», tras la sentencia del Estatut «nuestra apuesta es salir de ese marco y caminar por la senda del derecho a decidir, significándolo con algunos referendos que dejen clara la voluntad del pueblo de Cataluña. Y condicionar nuestra forma de actuar en el Estado español a que se respeten nuestras decisiones». Artur Mas, más claro, agua.