Es una circunstancia constante que las generaciones se suceden, aparecen juntas, crecen, estudian, laboran y viven a la par. Y, generalmente, mueren al mismo tiempo, aunque en alguna ocasión se produzca un salto, un cambio de línea en el libro de cuentas de los vivos. Con pocas horas de diferencia han fallecido dos personas que tuvieron vínculo común. Ramón de Rato Figaredo y Manuel Fraga Iribarne. El veterano político estaba más cerca del padre de este Rato y tuve ocasión de verlos más de una vez.

En los tiempos de mi modesto apogeo en el mundo editorial tenía abundantes compromisos y atendía los que mejor me parecía. Había conocido a Ramón de Rato y Rodríguez San Pedro por intermedio de un íntimo amigo, ovetense, con quien mantuve larga relación hasta su muerte, José Ramón Alonso y Rodríguez de Nadales, que destacó en la política y la Prensa. Fue, entre muchas cosas, director del diario «Pueblo», presidente del Sindicato de Hostelería, corresponsal en el Vichy del general Pétain y profundo conocedor de la historia del Ejército español que reflejaba en un denso volumen cuando le sorprendió la muerte. Creo que la única Embajada que he visitado fue la instalada en el precioso palacete de la londinense plaza de Belgravia; fui un domingo, día al que también se presentaba en el despacho el embajador, para pedirle orientación sobre la plaza en un «college» para mi hijo. Creo que sufrió una decepción al no ser mensajero de propuestas políticas que jamás me han interesado.

Por paisanaje y por dedicarse Rato a la comunicación, al ser propietario de una cadena de radio, era invitado alguna vez a su casa, en el barrio de Salamanca de Madrid. Don Ramón era el tipo, físico y anímico, del aventurero, con aire entre pirata y mosquetero, buena talla, bigote de guías enhiestas y una viva mirada en unos ojos inquisidores. Fue un gustador de la vida sin que, a veces, le importara tomar atajos peligrosos. Aparte de sus preocupaciones literarias e informativas, se dedicaba a un negocio familiar, la banca, y expandió su radio hasta Suiza. Una hija mía allí residía y para complementar sus ingresos le asigné cierta cantidad que pagaba a través de una entidad de crédito. ¿Qué mejor que un banco asturiano? Y abrí cuenta en el Banco de Siero, con sede en Ginebra.

No es ocioso hablar de esto, pues una de las actividades financieras consistía en recibir el dinero suizo de los emigrantes españoles y entregarlo en España a los parientes. Algo normal, a lo que se dedicaban todas las sucursales de los establecimientos patrios. Por aquellas épocas, finales de los setenta, aquella banca facilitó un préstamo a Nicolás Franco Bahamonde, hermano del Caudillo y embajador de España en Portugal. Tenía este señor la manía de no atender los vencimientos o hacerlo con notoria demora, lo que disgustó a Ramón de Rato, quien le exigió el pago de la deuda por vía judicial. Grave error, que no iba a ser encarado frontalmente. Le buscaron las vueltas y, acusado de tráfico de capitales, fue juzgado y condenado a pena de cárcel. Con él, ya que le representaba, fue al trullo el hijo mayor, Ramón, fallecido en Madrid el sábado pasado.

Recogiendo el hilo, a través de José Ramón Alonso era invitado por Rato padre a un almuerzo frecuente, entre hombres solos. Entraba a saludar a los invitados la esposa, doña Aurora Figaredo Sela, señora desbordante de simpatía e inteligencia. Al final del almuerzo, mientras tomábamos café, aparecían, también a saludar, lo dos hijos varones del anfitrión: el mayor, Ramón, que purgó en prisión la misma condena que el padre, y el pequeño, Rodrigo, que hacía poco estrenaba pantalones largos.

Un día, en el ágape, estábamos acompañados de dos pesos pesados: el político de la derecha, José María Gil Robles -ya vuelto del exilio portugués- y Manuel Fraga, entonces sin cargo ministerial alguno, pero lanzado a la palestra en Alianza Popular, y quizás algún otro comensal. Estaban cercanas las elecciones del 82 y Fraga pretendía el apoyo de la cadena de radio Rato. No puedo olvidar que, con la franqueza y la confianza de un largo trato, don Ramón lanzó el ultimátum a Fraga: «Seamos claros. Si tu pones a mi hijo Rodrigo el primero o el segundo de una lista, te doy el apoyo de mis emisoras. Si no, olvídate». Es evidente que no se descuidó y el joven, recién licenciado en leyes, salió elegido diputado, creo que por Toledo.

Coincidí alguna vez más con Fraga, aunque nunca en su despacho. Tenía a gala, ante mí mismo, no visitar recintos oficiales, a menos que hubiera una imperiosa necesidad; viajaba mucho al extranjero y casi nunca pisé una representación diplomática nuestra por la razón de que llevaba resuelto el problema de los visados y no tenía otras cuestiones que plantear.

Espero a este luctuoso momento para decir que, en cambio, tuve ocasión de invitar a comer, un par de veces, siempre en un buen restaurante, a Manuel Fraga, en compañía de alguna periodista afín. Para sorpresa de algunos he de manifestar que el talante de Manuel Fraga, como compañero de mesa, era de gran amenidad; era hombre que sabía muchas cosas, correcto, bien educado, diferente del personaje que le habían encasquetado. Una vez más, me contó, expresamente, la anécdota del teléfono arrancado en su despacho. «Había», me contaba, «prevenido a la centralita de que no me pasaran comunicación alguna, pues tenía unas visitas que requerían mi atención. El timbre sonó varias veces, las mismas que recordé, disgustado, la orden de no ser molestado. A la cuarta vez, me ganó la ira hacia la persona que de tal forma contrariaba mi propósito y arranqué, deliberadamente, el cordón». Yo hubiera hecho otro tanto, pensé. También es retorcida la interpretación que se ha hecho de su frase: «La calle es mía». No reivindicaba la calle para patinar, poner el «top manta» o aparcar su coche, sino que, en calidad de ministro del Interior, la responsabilidad de la calle le correspondía. Nada me obliga a dar estas explicaciones exculpatorias pues, para que la historia sea completa, también diré que jamás el señor Fraga me devolvió las invitaciones.

La vida de Ramón, el hermano mayor de Rodrigo, se replegó hacia las actividades profesionales de los bancos y las emisoras, mientras duraron en sus manos. Forma parte del lado opaco de las familias expuestas a la curiosidad pública. Don Manuel tuvo el empeño de acudir a las trincheras de primera línea en silla de ruedas y ha conseguido, como antes se decía, morir con las botas puestas

Se van al otro barrio los que fraguaron la Transición, algo hecho aprisa y corriendo y cuyas consecuencias pagamos los supervivientes. Los precedentes son meros esbozos de esas vidas que pasaron para naufragar un día en el hoyo de los olvidos.