Las responsabilidades van por barrios. Mientras en la esfera privada los gestores están atados muy en corto por la ley, en los escenarios públicos el panorama es más laxo, sea por criterios de las correspondientes disposiciones legislativas o porque las normas no se aplican.

El Código Penal, en su artículo 31 bis -introducido por una ley orgánica de junio de 2010-, recoge en el apartado 5 final la exclusión de determinadas responsabilidades que en los cuatro apartados anteriores impone a las entidades privadas. Los excluidos son el Estado, las administraciones públicas, los partidos políticos, los sindicatos y empresas públicas. Como todo acaba referido a las personas, es evidente que quienes reciben un trato de favor son los funcionarios.

En el universo de las actividades privadas las cosas siempre han sido bien distintas. Por ejemplo, respecto a las sociedades anónimas, el artículo 79 de la ley de 17 de julio de 1951, establecía que los administradores deberán responder frente a la sociedad, los accionistas y los acreedores «del daño causado por malicia, abuso de facultades o negligencia grave».

Como todo cambia, y a veces en un sentido aún más rigorista, en la reforma de la ley de Sociedades Anónimas, realizada por el Gobierno de Felipe González en el año 1989 -su espíritu y buena parte de su letra siguen vivos en la actual ley de Sociedades de Capital, y muy concretamente en el artículo 236-, establece la responsabilidad de los administradores por «el daño que causen por actos u omisiones contrarios a la ley o a los estatutos o por los realizados incumpliendo los deberes inherentes al desempeño del cargo», entendiendo entre estos deberes lo propio de «la diligencia de un ordenado empresario» o la necesidad de «informarse diligentemente de la marcha de la sociedad» -como se indica en los artículos 225, 1 y 2-, así que ya es cualquier negligencia la que determina la responsabilidad, aunque sea leve, como podría ser el caso de no haber leído todas las líneas de las cuentas anuales o no haber pedido determinada comprobación.

El doble rasero quedó entonces muy a la vista. Y es que cuando el Gobierno de Felipe González realizó ese cambio legislativo en referencia a los administradores de entidades privadas, la ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado indicaba que las autoridades, y por extensión los funcionarios, sólo respondían por «culpa grave». La diferencia quedó consagrada, quizá demasiado rigor para los gestores privados, quizá excesiva manga ancha para los públicos. En todo caso, un doble criterio, por no decir un abismo de difícil explicación y justificación.

¿Una cuestión de divergencias sencillamente porque cada rama del derecho tiró por su lado? No cabe pensar en casualidades o despistes. En la ley 30/1992, el Parlamento, a instancias del Gobierno de Felipe González, reiteró los criterios de la antigua ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado. Concretamente, en el artículo 145, apartados 2 y 3, se indica que los causantes del daño en la Administración, autoridades o funcionarios, sólo responden cuando «hubieran incurrido en dolo, o culpa o negligencia graves».

En las responsabilidades de los funcionarios la diana se dirige fundamentalmente contra la Administración. Si un funcionario comete una negligencia grave, se abre un procedimiento, pero con un plazo de prescripción de un año, sin duda muy corto.

El concepto de responsabilidad aparece primero en el derecho privado y entra poco a poco en las administraciones públicas. Respecto a las sociedades mercantiles está muy bien regulado, pero ¿qué ocurre, por ejemplo, con tantos y tantos municipios que tienen unas deudas enormes después de haber acometido obras y realizado gastos muy poco razonables o en circunstancias dudosas?

En esos casos, tan abundantes, prima el concepto de responsabilidad contable. O al menos debería primar. La instancia competente es, para esos casos, el Tribunal de Cuentas. La responsabilidad contable trasciende a los herederos, una circunstancia de enorme importancia. Se vio, por ejemplo, en el caso de Jesús Gil, del empresario, alcalde de Marbella y presidente del Atlético de Madrid.

En Siero, dos alcaldes -Juan José Corrales y José Aurelio Álvarez- fueron condenados a pagar personalmente 600.000 euros y 50.000 euros, respectivamente, por retribuir en exceso a sus funcionarios. La cuestión es que hechos similares se dan en muchas administraciones, pero no llegan a las instituciones de control.

Si el Tribunal de Cuentas no ve negligencia contable puede considerar la responsabilidad contable que trasciende a los herederos. Las Sindicaturas de Cuentas no tienen la facultad de entender de las responsabilidades contables, pero si las detectan deben trasladar los hechos al Tribunal de Cuentas.

El derroche de las administraciones públicas, del que tanto se habla, con razón, en los últimos tiempos, entraría en la figura de la responsabilidad contable. De todos modos, el Tribunal de Cuentas entiende, por iniciativa propia o porque le llegan desde las sindicaturas, unos cien expedientes al año. De Asturias no más de cinco. De esos cien instruye dos o tres solamente. Y al final quizá apenas un caso al año termine en sanción.

En otros países europeos las instituciones equivalentes al Tribunal de Cuentas son más ágiles y suelen poner multas. Aunque no sean de una cuantía importante para el gestor público sancionado suponen un acusado estigma social.

En la lucha contra el despilfarro o más allá contra la corrupción quizá no sean necesarias nuevas leyes, pero sí es muy importante y urgente que se apliquen las que hay. Mariano Rajoy, con la amplia mayoría parlamentaria que le apoya, está en condiciones de afrontar una ambiciosa reforma de la Administración pública -y por lo tanto de las responsabilidades en la Administración pública- con un alcance de cincuenta años o más.