Gracias a un accidente, el Rey fue sorprendido en flagrante infidelidad a sus tareas estatales, y probablemente conyugales. De ahí que singularizara sus once palabras de arrepentimiento hacia la Reina, quizá también hacia el elefante indultado por su fractura de cadera. En una escena que buena parte de españoles ha tenido que interpretar en su vida privada, el jefe del Estado pide perdón por haber traicionado a su pareja -la nación entera- y jura fidelidad de ahora en adelante. Para resignarse a la humillación, tiene que haber palpado el vértigo del rechazo popular. Al margen de la concesión de perdón, y quién tiene derecho a otorgarlo, las once palabras podrán ser memorizadas por los escolares de memoria frágil. Sin embargo, debería prohibirse la contemplación de las imágenes en más de una ocasión, porque su irradiación deja secuelas. El «yo confieso» regio comporta mayor coraje que el tópico habitual en la Zarzuela y en la pareja, «no es lo que parece». Es lo que parece. El Rey no tenía alternativa, y no podía hacer más. Se limita a renovar los votos para no arrastrar en la degradación a la institución que encabeza, si agregara un genérico «los reyes somos así». Al jurar fidelidad eterna, el amante y el Rey descargan la responsabilidad sobre los agraviados. Comprometen a quienes acepten las disculpas. A propósito, será imposible convencer a la Reina, y el elefante tomará sus precauciones. Mientras proliferan las encuestas sobre el eco de la autoinculpación urbi et orbi, sólo cree quien quiere creer. Los manuales conyugales aconsejan el escepticismo ante el arrepentimiento de los casquivanos, pero ningún jefe de Estado adúltero ha tenido que confesar su crimen ante los focos de RTVE. Perdón, lo hizo Clinton, y le funcionó. Lo está haciendo Sarkozy, inútilmente. Una recuperación más pausada de la fractura de cadera hubiera aumentado la credibilidad del penitente. Sólo la fe puede restaurar la confianza en un cambio de conducta. De ahí que la respuesta de la población sea irracional y emocional. No puede discutirse ni encauzarse. En su aparente confesión, el Rey exige la entrega incondicional. Para su fortuna, el veredicto no reposará en la magnitud de la infidelidad, sino en el grado de adhesión previo. La proverbial serenidad del Monarca también influye, y al revisar la grabación se advierte el atisbo de una sonrisa. Todo es un juego y, en contra de lo que se piensa, a los seres humanos les encanta perdonar. «No volverá a ocurrir», otro clásico de los dramas de pareja, reclama la elasticidad en la relación. A falta de decidir si pide demasiado, el Rey obtendrá la reversibilidad más fácilmente que un Gobierno oxidado en cien días. El viaje a Botsuana no anula los servicios prestados por Juan Carlos de Borbón durante treinta y siete años, pero plantea dudas razonables sobre la vigencia futura del pacto social. El público será más exigente, insolente casi. El Rey pasa de funcionario a interino.