El tópico de Sartre resume el creciente enfrentamiento de los dos grandes partidos españoles. El debate sobre las enmiendas a la totalidad de los Presupuestos del Estado es el ejemplo más reciente. Y por si algo faltara, han vuelto a la guerra de los vídeos cuando más necesarios son los consensos mínimos para embridar el caballo loco de la depresión. Aunque sea a título de ensayo, hace falta creer que el PP no es el infierno, y que tampoco lo es el PSOE. El primero sigue anclado en criminalizar la herencia del segundo, mientras que el segundo abomina sin excepción de las iniciativas del primero. Empeñados en desincentivar la esperanza, no han entendido que sobre el suelo de la discordia sistemática es imposible levantar un solo muro contra la intervención que nos viene del norte. Todo queda en invocaciones al otro, vacías de credibilidad.

Cualquier ciudadano pensante sabe que la nefanda herencia hubiera sido casi idéntica después de un Gobierno conservador, porque deriva en gran medida del monocultivo inmobiliario y de la barra libre bancaria, típicos iconos de la derecha. Y no es menos consciente de que, si los socialistas siguieran gobernando, tendrían que asumir de grado o por fuerza -sí o sí, como ahora se dice- muchos de los recortes que está arbitrando el PP, iniciados con escasa fortuna durante la legislatura precedente. El infierno interior es una sucursal del europeo, al menos tanto como lo es éste de la mala práctica financiera exportada por los EE UU de América. Con tales premisas, difícilmente discutibles, asombra el empecinado rechazo -recíproco, no nos engañemos- de un compromiso de Estado que haga más llevadera la crisis. Ese compromiso, justificable ante una emergencia sin precedentes, no implicaría claudicación de las diferencias ideológicas, porque la prioridad común es salvar de la bancarrota al país. Nadie espera de una de las partes la receta milagrosa del médico chino, y ahí está Rajoy para recordarnos cada día cuánto le disgustan las decisiones que se ve obligado a adoptar, al igual que disgustaron a Zapatero la frustrada reforma laboral de 2010 y otros traumas inevitables.

La razón es que no hay caminos laterales para eludir la dictadura de los mercados, verdadero poder dirimente en los países industriales. Frente a ese poder, se supone que la respuesta coordinada de dos puede ser más eficiente que la de uno solo. La ya casi segura presidencia francesa de Hollande traduce antes el merecido castigo a Sarkozy que la ilusión del cambio. Así se deduce del escepticismo de muchos electores a pie de urna, persuadidos de que, una vez en la poltrona, «todos son iguales». Ambos han practicado el repudio mutuo que sufrimos en España, del que emerge como tentación intelectual la probatura de una actitud diferente: la del compromiso en lo esencial y la remisión de las diferencias a una consulta para la que faltan más de tres años, si no nos imponen antes al eurócrata gestor del «rescate» y depredador de los últimos bienestares.