Ahora que caigo en la cuenta, los «padres de la Transición», eran tan «políticamente incorrectos» (de acuerdo con las alarmas sociosanitarias de ahora) como los dirigentes que derrotaron a las potencias totalitarias en la II Guerra Mundial. Unos y otros eran grandes fumadores. Recordemos a Adolfo Suárez fumando infatigablemente cigarrillos, a F. González con algún purillo, más por coquetería (como los jerséis de cuello de cisne) que por fumador, o a Rafael Fernández con su gran pipa de excelente madera que parecía toscamente talladas a hachazos. Aunque durante la II Guerra Mundial, el que fumaba en pipa era Stalin y los cigarrillos los fumaba Roosevelt, siempre con boquilla. Yo no imagino a Carrillo con pipa y sin cigarrillo, y en cuanto al equivalente a Roosevelt en Asturias, que es Antonio Masip (aunque en su juventud era el «joven Kennedy»), no fuma.

Santiago Carrillo hizo del cigarrillo (me entero por Melchor Fernández de que fumaba rubio holandés: caigo en la cuenta de que no iba a fumar rubio americano) uno de los atributos principales de su personalidad. Como esos otros «progres» que hace años llevaban la pipa puesta y ahora no fuman. Sin embargo, la personalidad de Carrillo supera con mucho a su cigarrillo. El cual llevaba encendido y no hacía como Simenon, que acostumbraba a retratarse con la pipa en la boca, pero sin tabaco. A juzgar al menos por las fotografías, Carrillo fue fumador hasta el final. Tanto que cuando el zapaterismo prohibió el tabaco (y continúa prohibido con Z. bis), una cadena de derechos emitía imágenes de Carrillo con el rótulo «El tabaco no mata». Ha muerto Carrillo a la respetable edad de 97 años. En algún cenicero reposarían las cenizas de su último cigarrillo, como las suyas reposarán en el mar. La larga, apasionante biografía de Carrillo, está rodeada de sombras. Vivió años difíciles y muy duros, en los que el máximo triunfo era ser un superviviente, y él consiguió serlo casi hasta centenario. Pero ya eran otros tiempos, había caído el muro de Berlín, de Stalin se llegó a Putin (lo que no representa gran mejora), el comunismo dejó de ser internacional y había que buscarse la vida de otros modos. Carrillo fue de los primeros en adaptarse a la nueva situación. Su actitud conciliadora fue importantísima, ya que el PCE era el único partido organizado de la izquierda en 1975. Su moderación permitió gallear (demagógicamente) a F. González y a un PSOE prácticamente inexistente y muy dependiente de las socialdemocracias. Así gallea cualquiera. La labor de Carrillo fue más ingrata y más definitiva: explicar que había que pasar por el aro a los viejos militantes que todavía soñaban con la toma del Palacio de Invierno. Pongamos al margen Paracuellos y otros aspectos tenebrosos. El papel desempeñado por Carrillo durante la Transición fue fundamental y lo hizo de manera generosa, pues implicaba el suicidio del PCE. El comunismo se volvió una frivolidad a partir de entonces. Pero la Transición, sin Carrillo, hubiera sido mucho más difícil.