El siempre superfluo Rajoy acababa de destacar, en su sesión de democracia liofilizada y televisada, que «no es verdad que haya en España un Estado generalizado de corrupción, eso son insidias». El presidente del Gobierno elige su vocabulario con tan escaso tiento que, de inmediato, el país quedó conmocionado por la descripción judicial de «un Estado generalizado de corrupción», porque la trama corrupta habría asentado sus reales en la Zarzuela. El escándalo Urdangarín pasa a titularse «caso Cristina».

La Familia Real también cambia su denominación a familia real. En 18 folios, el magistrado José Castro carga con el Estado. No contra el Estado, cuya Jefatura ha cometido suficientes errores a lo largo del escándalo para autodestruirse. La figura funcionarial del juez de instrucción, creada por Napoleón como la persona más poderosa de su Imperio, deposita sobre sus hombros la responsabilidad de desnudar y desmantelar una trama corrupta, anidada en la cúpula de origen divino de los poderes terrenales.

El alivio de los medios nacionales, ante la oportunidad de suprimir a Rajoy de sus portadas, no debe ocultar que España vivió ayer el acontecimiento más relevante del siglo en curso. El auto judicial utiliza en 17 ocasiones la palabra «Rey» y, en una muestra de humor que hubiera aplaudido Buster Keaton, se apropia de la perogrullada «la justicia es igual para todos», portaestandarte de Juan Carlos de Borbón en el abordaje del escándalo protagonizado por su yerno y, a partir de hoy, también por su hija predilecta. El matrimonio cenó en la Zarzuela en la pasada Nochebuena, y su vertiente funcionarial queda sobradamente acreditada por sus fuentes de ingresos.

La imputación de Cristina de Borbón es tan razonable que Castro no concentra tanto sus esfuerzos en justificar la convocatoria de la hija del Rey en «la recta final de la instrucción», sino en detallar por qué se abstuvo de adoptar la categórica decisión en alguna fase precedente. La invariabilidad de las circunstancias es la única vía de abordaje de una fiscalía anticorrupción que arriesga su prestigio, en el intento de atajar ante la Audiencia de Palma una hemorragia de sangre azul.

La ministra Ana Mato habrá leído con suma atención el auto que imputa a la esposa como beneficiaria de la presunta corrupción de su marido. Tal vez «la justicia no es igual para todos los ministros». La situación inédita en que el descaro de Ignacio y Cristina ha sumido a España está resumida en el auto con un lenguaje que alcanza y hiere al pueblo llano. Sin su conexión con el Rey, ¿qué institución o empresa hubiera dado un euro a Urdangarín por asesoramientos y aquelarres fantasmales? Y, sobre todo, ¿estaría ya imputada Cristina de Borbón si no fuera hija del Jefe del Estado? Castro utiliza el argumento comparado de que otros juzgados «en casos similares es muy escasamente probable que prescindieran del trámite».

La Monarquía constitucional se funda en el «antes leyes que reyes» del que blasonaban las instituciones aragonesas. Paradójicamente, el poder legislativo español ha abdicado de esa máxima al sumirse en un silencio promiscuo en torno a la imputación de la Infanta. PP y PSOE han coincidido de nuevo en servilismo cortesano, felices los socialistas de asentir de nuevo al dictamen de su hermano mayor de la derecha.

Ante la dimisión bipartidista, tendrá que ser la calle quien recuerde al insulso Alfonso Alonso -el peor portavoz del PP a excepción de Floriano- que la Monarquía es un pacto entre iguales. El escándalo Urdangarín, al que se sumó la Zarzuela con entusiasmo, dirime quién ha violado la alianza democrática. En casos similares, la ruptura corresponde a quien obtiene una mayor recompensa económica con ella.

Cristina es inseparable de Ignacio. La dimensión y calificación de su participación en el vaciado de las arcas de Baleares y Valencia pertenece al orbe judicial. Sin embargo, nadie negará su voluntariedad al inscribir su preciado título en la cúpula del filantrópico Instituto Nóos. O al beneficiarse en un 50 por ciento de los consejos de administración que consiguió su marido, a cambio del simulacro de desvincularse del altruismo millonariamente remunerado. La permanencia de Cristina de Borbón -titular hasta fecha reciente de una simpatía generalizada, que nunca se contagió a su hermana Elena- en alguna rama del árbol sucesorio no lastima a su persona, sino a la corona y, por ende, al Estado.

Los monárquicos irreductibles concluirán que la situación se encarrilaría si la corona española se convirtiera al catolicismo y a sus principios evangélicos. El papado se ha visto obligado a un tránsito similar hacia la fe católica, pese a la renuencia de las jerarquías vaticanas a tan arriesgada metamorfosis. A propósito, procede contradecir a quienes sostienen que sin crisis económica no hubiera aflorado el escándalo Urdangarín. En realidad, sin estos saqueos no se hubiera llegado a una angustia económica de reversibilidad tan dudosa como el descrédito en que algunos de sus miembros han sumido a la antaño Familia Real.