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Las costuras de España y el derecho a decidir

Repercusiones de la propuesta de Podemos para autorizar los referéndum de autodeterminación

Iglesias, ayer, en Lisboa en un mitin de la candidata presidencial del Bloque. EFE

Las costuras de España están cosidas desde 1978 por el Título VIII de la Constitución, legitimado por el amplio consenso que generó la Carta Magna (aprobada en referéndum con un 88% de los votos y una participación que sólo bajó del 50% en las provincias vascas). También están cosidas por el sistema de financiación de las autonomías. Claramente imperfecto y asimétrico desde el origen, en buena parte por el reconocimiento constitucional de los privilegios forales del País Vasco y Navarra, ese sistema ha sufrido recurrentes mutaciones, principalmente por las presiones políticas del nacionalismo catalán, que ha tenido como referencia y aspiración el modelo vasco, mucho más beneficioso que el de régimen común para los territorios con un alto dinamismo económico.

La conllevanza entre España y Cataluña, como la llamara en sus tiempos de parlamentario de la Asociación al Servicio de la República el filósofo Ortega y Gasset, ha tenido como válvula reguladora de la presión en estas décadas el modelo de financiación autonómica. Como suele recordar el catedrático asturiano de Hacienda Pública Carlos Monasterio, cada reforma que desde los años 80 ha registrado el sistema de régimen común ha sido de hecho concertada por los gobiernos centrales con los partidos nacionalistas catalanes (principalmente, con Convergencia i Unió) antes de ser negociada con las catorce autonomías restantes. Esto es, el sistema que Cataluña no quiere y que ha sido una de la fuentes de ignición de la explosión independentista fue precocinado con participación de la propia clase dirigente catalana.

En esos procesos fue a menudo determinante la aritmética del Congreso de los Diputados: las mayores o menores urgencias políticas del gobernante de turno en Madrid y el peso parlamentario de los partidos nacionalistas fueron por lo general proporcionales a las concesiones que Cataluña lograba en la financiación autonómica o en el reparto de las inversiones del Estado. Pujol arrancó así en 1993 un avance en la "corresponsabilidad fiscal", con la cesión a las autonomías del 15% de la recaudación del IRPF, a un Gobierno de Felipe González ya sin mayorías absolutas y necesitado de apoyos parlamentarios. Y así José María Aznar firmó también con Pujol en 1996 el "pacto del Majestic", por el que CiU aseguraba la investidura del líder del PP a cambio, entre otras prerrogativas, de una nueva cesión de soberanía tributaria.

El mecanismo que movió la reforma de 2009 también se activó en Cataluña, esa vez desde una Generalitat gobernada por el tripartito PSC-ERC-ICV y en el contexto de una reforma del Estatuto de Autonomía en la que fue crucial la negociación directa entre el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, entonces en la Moncloa, y Artur Mas, de aquella líder de CiU en la oposición.

El peso político de Cataluña en Madrid ha sido por tanto el principio activo de los cambios en la financiación autonómica, como lo ha sido la cuota del PNV en el Congreso para los avances en el autogobierno del País Vasco y en la consolidación de sus privilegios en materia de financiación. Una muestra de cómo está organizada la relación entre Madrid y Vitoria en este asunto: la cuantía del cupo vasco (el dinero con la que la comunidad foral debe contribuir a los gastos del Estado y, en teoría, a la solidaridad con el resto de regiones) debe revisarse cada cinco años, pero en caso de que no se haga o no haya acuerdo sigue vigente sine die en las condiciones preexistentes; en esa regla se apoya el PNV para evitar negociar con Madrid cuando, como en estos últimos años, hay un gobierno respaldado por una mayoría absoluta en el Congreso, y para ponerse manos a la obra cuando el ejecutivo es débil y Vitoria puede rentabilizar su representación en la Cámara española.

Tal ha sido la mecánica de la conllevanza financiera durante mucho tiempo. ¿Hacia dónde se camina ahora? Las fuerzas independentistas catalanas empujan hacia el abismo de la ruptura, sobre cuyas consecuencias económicas existe ya abundante literatura. El PSOE plantea una reforma constitucional a la que ahora no se niega el PP, pero cuya imprecisión limita por el momento el campo de reflexión. Acaso se pueda decir que, para repetir la legitimidad de 1978 se necesitarían unos mimbres (clima político y liderazgos) que quizá ahora no tengan la consistencia de entonces. Podemos ha cogido la bandera del "derecho a decidir", palabras que encajan bien en la retórica de la nueva política (gente, casta, la patria es el pueblo, tomar el cielo por asalto...) y que colocan a la formación de Pablo Iglesias en una casilla que ocuparon las fuerzas secesionistas catalanas antes de dar el salto a la "preindependencia".

Reconocer un derecho de los catalanes a votar en un referéndum vinculante si se mantienen o no dentro de España requiere una reforma constitucional en la medida en que es incompatible con el apartado 2 del artículo 1 de la Carta Magna: "La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado". Cabe pensar que el cambio que plantea Podemos encierra la fragmentación de la soberanía nacional y el reconocimiento del derecho a decidir de todas las comunidades autónomas, incluidas las tres donde el partido emergente se ha presentado con marcas locales cuyos dirigentes reivindican para sus regiones tal derecho: Ahora en Común, en Cataluña; Compromís, en la Comunidad Valenciana, y Marea, en Galicia.

¿Qué ocurriría en una España que dotara a todas sus autonomías de un botón que poder activar para llamar a sus ciudadanos a votar sobre la permanencia en el Estado español o la separación? La primera impresión es el caos, pero apartémosla y hagamos un ejercicio más concreto. ¿Cómo sería la negociación sobre la financiación autonómica con todas las regiones dotadas de ese mismo botón? Parece claro que cada territorio dispondría de un arma de presión sobre el Estado con grueso calibre: la amenaza permanente y legal de convocar a los ciudadanos para organizar la secesión si el reparto del dinero no conviene. También cabe pensar que ese arma no tendría el mismo valor para los distintos territorios. Con seguridad tendría un plus para Cataluña y el País Vasco, donde el independentismo posee una base social más amplia, pero también para la Comunidad Valenciana o Baleares, por citar dos de las regiones que, al igual que Cataluña, se consideran maltratadas por el modelo de financiación bien porque son contribuyentes netos (aportan más de lo que reciben) o porque el sistema es más generoso con otras regiones que con ellas. Otras, como Asturias, Extremadura, Andalucía o Castilla y León, tendrían menos predisposición a usar el botón porque están entre las beneficiadas por los flujos de rentas que mueve el sistema.

Así que, estirando la metáfora, ante una negociación sobre el dinero de las autonomía tendríamos a quince regiones (las de régimen común) sentadas al lado de sus botones del derecho a decidir, al tiempo que otras dos (las forales) quedarían con capacidad de apretar su propio botón cuando quisieran para independizarse o para obtener réditos extra de Madrid.

¿Qué estaría en juego en esa mesa llena de armamento pesado? La tensión por el modelo de financiación autonómica tiene su raíz en el permanente recelo de los territorios más ricos a los mecanismos de solidaridad que permiten la redistribución de los recursos hacia los más pobres, con arreglo a los principios de cohesión territorial también recogidos en la Constitución (artículo 138.1). Entre esas regiones ricas ha arraigado la convicción de que el sistema es excesivamente solidario en perjuicio de las comunidades con mayor renta relativa y mayor dinamismo económico, como ha escrito el economista Agustín Santiago Mozo, experto en financiación autonómica.

Aguas abajo, el dinero de las autonomías sostiene la sanidad y la educación públicas, los mecanismos más genuinos de lucha contra la desigualdad que tienen los estados modernos de corte social, resultantes de un consenso histórico que las democracias europeas desarrollaron durante la segunda mitad del siglo XX y que propició décadas de crecimiento y prosperidad en muchos países. El derecho a la salud y la aproximación a la igualdad de oportunidades que brinda la educación pública son gestionados por las comunidades autónomas y constituyen, junto al sistema de pensiones (otra caja común), la columna vertebral del Estado del bienestar.

Además de un espacio y una cultura comunes, de una lengua y de unos símbolos (aquellos que con frecuencia se agitan para remover las emociones del pueblo, de la gente o de los ciudadanos) España es un gran sistema de reparto de rentas, aunque muy imperfecto e injusto como ha dejado claro esta crisis. La tarea de corregirlo debería ser la principal y primera de quienes ocupan ya sus escaños en el Congreso de los Diputados. Pero cuesta creer que una organización política de ámbito nacional esté dispuesta a correr el riesgo de que simplemente se dinamite el sistema apretando el botón del derecho a decidir. Y más cuesta entender que quienes defienden hasta considerar irrenunciable ese supuesto derecho lo hagan desde la misma izquierda que dice estar en la primera línea de la lucha contra la desigualdad.

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