Las elecciones del 20 de diciembre alumbraron algo más que un nuevo panorama político al que se incorporaron fuerzas emergentes y se acabó con el bipartidismo. Las urnas decidieron que lo que deben hacer los partidos es hablar entre todos. Históricamente, desde la Transición, España ha sido una democracia con mayorías absolutas o con mayorías simples con apoyos de los nacionalistas.

Las urnas decidieron el mes pasado que España ha entrado en otra época. Rajoy ha tirado la toalla al asumir que no puede formar un gobierno estable salvo que obligue a su principal oponente, el PSOE a firmar un pacto contra natura que supondría poner a Pedro Sánchez a los pies de los caballos. Ni los militantes socialistas ni buena parte de sus votantes perdonarían jamás un acuerdo de gobierno con los populares.

Tras la audiencia con Felipe VI, el presidente en funciones ha recurrido a su galleguismo. Tira la toalla, pero no descarta nada. "Mantengo mi candidatura", dijo, pero no tiene los votos. No los tiene porque desde hace un mes, y pese a ganar los comicios, ha dejado la patata caliente en manos de Pedro Sánchez, sabedor de que esa estrategia pone en ebullición a los barones socialistas y horada su liderazgo. Pero en el mismo tablero, Rajoy ha dado la impresión de no querer tomar la iniciativa, como si su victoria electoral no le obligara a ello. Esa apatía, casi pusilánime, le ha mostrado como un político más que amortizado dentro de su partido y de la escena nacional, de lo que se desprende que la repetición de las elecciones no le habría asegurado la continuidad.

Su renuncia a la investidura abre la sucesión dentro del Partido Popular antes incluso de conformarse el gobierno, pero no lo tiene mejor Pedro Sánchez. Pactar con Podemos constituye la única manera de convertirse en presidente del Gobierno y de no acabar devorado por su propia organización. El secretario general de los socialistas sabe que de no llegar a la Moncloa, sus horas están contadas como líder de la izquierda. Definitivamente, España ha cambiado.