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El amo del tiempo...

Mariano Rajoy aprendió a no dejar pasar una hora sin aprovechar hasta el último minuto

El amo del tiempo...

Casi nadie le discute que sabe medir los tiempos sin perder los nervios y apurándolos hasta extremos en que otros, los más, no podrían. Y para eso ha sabido aprender de los errores y de las derrotas cuando debe mover ficha o subir las apuestas. No es hombre temerario y eso, que conocen bien sus adversarios, le proporciona un bonus de credibilidad cuando la partida se endurece y lleva a los demás a considerar que no juega de farol sino sobre seguro y que por tanto casi siempre lleva las de ganar. Y eso sucede en los envites que disputa con los suyos como con los ajenos. Midiendo con acierto el momento de moverse dejó atrás en el orden de sucesión de Aznar a Rodrigo Rato y a Jaime Mayor Oreja. El primero se precipitó al condenar, aún en petit comité, la intervención indirecta en la guerra de Irak y el segundo creyó que, tras aquel, iría él mismo: los pudo a ambos la impaciencia, según analistas poco sospechosos de marianismo que, entonces, empezaron a respetar al tercero en discordia y a revisar -muy despacio, eso sí- aquel apodo de "sosoman" que le habían adjudicado al gallego impasible.

En cuanto a los ajenos, y sólo a título de ejemplo más reciente, Rajoy dirigió el baile desde el primer momento. Cuando, sabedor de que la aritmética sólo es discutida por los muy torpes, renunció a la investidura que en primer lugar, como cabeza de la lista más votada, le ofreció Felipe VI. Recibió severas críticas de la oposición y no pocas, pero sotto voce, de los suyos, pero sabía, Rajoy Brey, que la ambición política y personal de Pedro Sánchez, y el afán de notoriedad de Albert Rivera, los empujaría a un movimiento imposible. Y así fue: como un cazador al acecho, sabiendo que la pieza ha de pasar ante él, se limitó a esperar hasta que las cuentas fueron hechas y votadas en vano. Y prefirió aplazar otra solución cualquiera a un recuento distinto, el de segundas elecciones, unos comicios que mejoraron, como suponía, la posición del PP, empeoraron las de sus dos rivales directos -PSOE y Ciudadanos- y mantuvieron a duras penas a quienes creyeron que serían la gran alternativa: los hombres y mujeres de Podemos. Y a partir de ahí, sabedor de que la fruta estaba madurando, Mariano Rajoy comenzó a mover ficha, pero con lentitud y aparentando una cierta indiferencia que sabía provocaba más nervios entre aquellos dos que en su bancada conservadora. Especialmente cuando se refería a unas terceras elecciones.

Alguien dijo de Rajoy, en aquellos días, que se comportaba como "el amo del tiempo": amagaba con ofertas que nunca concretó del todo más allá de sus enunciados, y a la vez insistiendo, como si tal cosa, que siempre habría una tercera vez electoral, y que las perspectivas le eran a él y los suyos mejores que al resto. Y ese resto lo creyó, o al menos casi todo. Para entonces, y por ello, los nervios comenzaron a cuartear la hasta entonces aparente firmeza socialista, que parecía tener la llave del teatro, y el horizonte electoral, lleno de peligros para el PSOE, forzó su maquinaria, reglamentos y estatutos, para provocar la caída del gran obstáculo, el hombre del "No es no" y de aquello de "¿Qué parte de eso no ha entendido?" dirigido a un Rajoy que sabía muy bien que esa receta iba a caducar cuando Susana Díaz y los caudillos regionales se dieran cuenta del peligro real que a plazo y para ellos significaba Pedro Sánchez. Por eso Mariano Rajoy se limitó a sentarse en su escaño para ver pasar el cadáver de su enemigo.

Y lo vio pasar, desde luego, acompañado de un velatorio más reducido del que esperaba el propio Pedro, que olvidó que en política no hay peor soledad que la que ocasionan los compañeros en el funeral del dimitido. En aquel momento, el ahora presidente supo que lo suyo, el retorno a Moncloa sin la molesta coletilla de "en funciones", estaba hecho y la pieza cobrada, pero que no convenía precipitarse: era preciso que fueran los propios socialistas los que articulasen el modo de ese retorno y decidiesen la manera en que ellos mismos lo explicarían. Porque el "ladino" Rajoy, para la izquierda en sus distintas variantes, alfa y omega de todos los males sociales, económicos y fiscales de las Españas, sabía bien que no debía añadir a la factura del futuro la condición de enterrador, siquiera momentáneo, de la "nueva política"; si acaso, eso correspondía a Pedro Sánchez.

El amo del tiempo, o el maestro en el arte de la espera, parece haber triunfado. Ahora le toca volver a lidiar con el calendario, aunque ya anuncia otra estrategia, seguramente para ir ganando lo que necesita, una especie de armisticio, aunque sea parcial: la de compartir la responsabilidad por las demoras y sobre todo sus daños colaterales en forma de subida de impuestos, reducción del gasto y una especie de retorno, pero quizá algo más suave, a los años de plomo de los recortes. Pero esta vez no estará solo: su espera le ha proporcionado compañía, porque el PSOE sabía que absteniéndose se convertía en coautor, y Ciudadanos se conformó con un papel al lado del protagonista, aunque deseando quedarse algo fuera de foco. Unos y otros caen en la ilusión: es sólo cuestión de tiempo -otra vez el tiempo manejado por un maestro- que Rajoy recuerde que está donde está gracias a los españoles que le votaron pero, en un sistema representativo, sobre todo a los que de un modo u otro -incluida la abstención- lo pusieron ahí.

Dicho todo ello y sin intención -ni posibilidad- de agotar un asunto que aún está en desarrollo, cumple añadir que el dominio de los tiempos políticos no es innato en el otra vez presidente, sino fruto de un duro y largo aprendizaje. Que comenzó ya en 1983, cuando inició su espera para el ascenso desde la concejalía hasta la Presidencia de la Diputación de Pontevedra, a donde llegó en cierto modo como modernizador y redentor de una derecha anquilosada y vieja, una especie de esperanza blanca del neoliberalismo.

Pero el aprendizaje no acaba ahí. Pocos, muy pocos años después, y tras una refriega directa con José Luis Barreiro -entonces vicepresidente de la Xunta de AP- por la presidencia provincial de Pontevedra, Mariano Rajoy tuvo un enfrentamiento directo con Fraga, que llegó a retirarle públicamente su confianza, pero el aún titular diputacional no quiso dimitir, amagó con una rebelión interna que no se produjo y decidió esperar a tiempos mejores. Que llegaron; Barreiro intentó deponer al presidente Albor, fracasó y eso supuso la llegada de Mariano Rajoy a la Vicepresidencia del gobierno gallego y algo más tarde a su encuadramiento en el equipo de José María Aznar, aún en la oposición. Eran los tiempos del "váyase usted, señor González", seguidos con una victoria escasa del ya PP y la entrada de Rajoy Brey en el gabinete como ministro.

Todo lo demás es historia, pero una historia que aún podría dar más de sí si se contara...

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