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La fascinación insurreccional

La fascinación insurreccional

A Pablo Iglesias se le ocurrió montar una Asamblea por la Fraternidad, invitando a una docena de organizaciones de izquierdas en Zaragoza. Estas bobaliconas rimbombancias empiezan y terminan siendo un poco confusas; ya en su mismo epígrafe no quedaba demasiado claro hacia quién se dirigía tanta fraternidad concentrada: si a los independentistas catalanes, si a todos los catalanes, incluyendo a Jordi Pujol y al conde de Godó, si a Marat, Danton y Robespierre, quizás a los mismos convocantes, emocionadísimos al constatar su indomable voluntad de hermanamiento. Se pudieron escuchar cosas maravillosas. Por ahí estaba Noemí Santana, secretaria general de Podemos en Canarias, quien en su intervención afirmó que la gente -gracias a su acreditada percepción extrasensorial la diputada identifica a la gente de inmediato- estaba harta de los padres de la Constitución, "y lo que quieren es oír a las madres y a las abuelas". Vaya usted a saber las razones que la llevaron a excluir a tías, primas, suegras o cuñadas. La asamblea transcurría así, entre aplausos y gritos y ceñudas críticas a Mariano Rajoy, tan fascista que estaba dispuesto a impedir una declaración unilateral de independencia, y los comentarios se deslizaban para desembocar en un manifiesto final perfectamente inane -y falsario- cuando algunas decenas de fascistas tarados, camuflados tras banderas constitucionales, se apostaron en el exterior y comenzaron a chillar. Tiraron algunos objetos. Uno de los cargos públicos de la asamblea se acercó a exigir mayor protección a los policías que custodiaban el recinto y le lanzaron una botella que le hirió levemente en la cabeza.

Fue el gran triunfo -imprevisto- de la Asamblea de la Fraternidad. Sin ese grupo de descerebrados de extrema derecha nadie le hubiera prestado ninguna atención. Ha sido extraordinario escuchar el relato de varios diputados. Alguno ha afirmado que temió por su vida. Pero todos ahí, dispuestos a gastar su última gota de saliva contra el fascismo, y con Santana cantando una letra de Ismael Serrano en el escenario, lo que debió ser lo más aterrador de la jornada. La agresiva concentración de fascistas sirvió a los asambleístas para apuntalar sus metáforas y sinécdoques. Rajoy es fascista, el PP es fascista, España es fascista, Cataluña un noble pueblo que defiende sus derechos, la libertad de expresión está en juego, fíjense, que hasta nos insultaron y tiraron una botella. Cuando esta misma gente -y sus fraternales amigos- llaman a rodear al Congreso con los diputados dentro, o han pretendido bloquear la entrada o la salida del Parlament, o se concentran vociferantes frente a sedes de otros partidos, o pintarrajean amenazas en las puertas de las viviendas o negocios de sus conciudadanos o impulsan, aplauden o toleran escarches, en cambio, la democracia no está amenazada ni debe sentirse miedo, porque, simplemente, se trata del pueblo en marcha, de la fraternidad vibrando en la calle, de la sana iracundia de las clases populares, de la esplendorosa dignidad de la indignación.

No, nada justifica que 200 gilipollas griten e insulten a un grupo de ciudadanos reunidos en asamblea, sean o no cargos públicos. Pero las estupideces malabaristas de Mariano Rajoy, esa palmaria incapacidad política ensartada en un ruin anticatalanismo de inspiración electoralista que ha caracterizado al Partido Popular en los últimos quince años, tampoco justifican en absoluto la deriva del Gobierno catalán y de las fuerzas independentistas que le apoyan en el Parlament y en la sociedad civil. Han convocado un referéndum para la secesión de Cataluña sin validez legal ni garantías procedimentales y lo han hecho con una m ayoría parlamentaria que representa menos del 48% de los votos (menos de dos millones de electores en un censo de cinco millones y medio). Al suspender la Constitución y el Estatuto de Autonomía han derogado de facto, sin más, los derechos políticos y civiles de los catalanes. Que las izquierdas -con honrosas excepciones, como la plataforma de Gaspar Llamazares- no solo acepte, sino que se preste a difundir esta inversión de la realidad -presentando la España constitucional como un régimen autoritario y a aquellos que se mean en las leyes y los valores constitucionales como víctimas- solo habla del pésimo estado de salud política, intelectual e ideológica de las fuerzas que se reclaman como progresistas en este país. Por no pensar en una fascinación irreprimible -y con hondas raíces históricas- por las vías insurreccionales para alcanzar objetivos políticos y poner en marcha automática, milagrosa, fulminantemente procesos de transformación social.

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