Nada menos que la Constitución establece que su fundamento radica en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, al lado de principios como la soberanía, la independencia nacional, la integridad y la unidad territorial de España. Así las cosas, es evidente que tal hecho debiera significar el blindaje de todo ello, al ser la misma Constitución quien lo reconoce. Siendo cierto, también lo es que España existe desde mucho antes que la Constitución, es la nación más antigua de Europa, desde el plano ético y moral es una realidad esencial y existencial que hunde sus raíces en la Historia, y es un patrimonio común de los españoles, muy por encima del derecho positivo y aún de la propia Constitución.

Estamos asistiendo a la negación no sólo de esta legalidad constitucional, sino también de la misma esencia de España, de su unidad e integridad territorial. España está viviendo en Cataluña los momentos más difíciles de las últimas décadas, entre la maldad de algunos, la cobardía de bastantes y la imperdonable tibieza de muchos. Ante el desafío separatista nadie puede ser indiferente ni neutral, puesto que está en juego nada menos que la existencia de España como unidad territorial. Es la misma unidad territorial a la que se refieren la inmensa mayoría de los países, proclamándola como uno de los principios básicos de sus respectivos ordenamientos.

Desde el punto de vista jurídico -el menos importante cuando se habla de la unidad territorial de España- es radicalmente falso el derecho a decidir que esgrimen los separatistas. Falsa es también la existencia de un supuesto sacro santo derecho a votar, como si el hecho de abrir una urna legitimase sin más todo lo pudiese salir de la misma. Tampoco existe ningún derecho a la autodeterminación que justifique la independencia de Cataluña, ni mucho menos integrar este supuesto derecho en la lista de los derechos humanos, como de manera tan pueril como ignorante alguien sostuvo.

Las conductas separatistas, por un lado, y las activa o pasivamente colaboracionistas por otro, encuentran un claro reflejo en los tipos delictivos del Código Penal, como la rebelión, la sedición, los atentados contra la autoridad y sus agentes, la resistencia y la desobediencia, los desórdenes públicos o los ultrajes a España. Todos sabemos que los responsables criminales de sus actos son los autores materiales y sus cómplices, pero también los inductores y los cooperadores necesarios, y que la actividad delictiva puede ser por acción o por omisión. Y también sabemos que el trato normal que se da a los delincuentes, sean quienes sean, es su puesta a disposición de la autoridad judicial, a donde se les conduce normalmente esposados. Se trata simplemente de la aplicación de la ley, que es igual para todos, y que debiera estar alejada de componendas o valoraciones tácticas improcedentes. No obstante, esta igualdad ante la ley queda muy maltrecha si comparamos la repercusión penal de lo que pasa en Cataluña, con la reciente sentencia contra unos españoles que ante una librería en Madrid donde se celebraba un acto separatista, hicieron gala de su dignidad y de su derecho a la protesta, fueron condenados a cuatro años de cárcel.

Si de la aplicación de la ley se trata, la II República española en una situación similar a la actual, lo tuvo muy claro. Ante la declaración de independencia de Companys en octubre de 1934, procedió de inmediato a detener a los dirigentes separatistas con el Presidente de la Generalidad a la cabeza, encarcelándolos, y acto seguido a ordenar al general Batet declarar el estado de guerra. Por supuesto que no puede extrapolarse aquella decisión republicana -rotunda y tajante- a la España de hoy. La España de hoy tiene sus propias estrategias e intereses, sus instituciones hacen gala de un refinado protocolo, practican el perfil bajo y son mucho más tacticistas. Dónde va a parar. El ejemplo de la II República española, aquella gran ocasión perdida, no sirve en este caso.

El riesgo que se corre con tanta táctica y tanto perfil de medio pelo, de tantos complejos y amaneramientos, es que cuando se quiera reaccionar, ya no se pueda. Esta es una de las explicaciones de por qué se ha llegado a esta situación. Cuando se discute el concepto de nación, de forma tan frívola como insolvente; cuando se retuerce el lenguaje para evitar la palabra España; cuando se huye de mínimos compromisos que puedan conllevar la etiqueta o el cese en el cargo; cuando se hace creer a la buena gente que todo es posible con tal que se vote democráticamente; cuando priman más los intereses de los partidos políticos que el interés superior de todos, que es el de España; cuando se mezclan valores esenciales como la unidad e integridad territorial de España con la contingencia de la política presupuestaria; o cuando en lugar de llamar a las cosas por su nombre con la decisión de quien tiene las cosas claras, se da como argumento fundamental que Cataluña se quedaría fuera de la Unión Europea si se separa de España; cuando se dice todo eso y más? es fácil entender cómo se ha llegado hasta aquí.

Lo ha dicho ya Arturo Pérez Reverte en uno de sus recientes artículos: todos somos culpables. Cabe añadir aquí que algunos más que otros, indudablemente. Unos por acción, con mucha maldad y aún mayor estulticia; otros por sus clamorosos silencios; y tantos por su tibieza, su equidistancia y sus imposibles equilibrios. Cuando se habla de los temas esenciales de un pueblo no caben medias tintas, no caben actitudes pancistas ni juegos malabares. Cuando lo esencial está en juego, hay que ser consecuente. Con plena consciencia, con serenidad y con firmeza. Por dignidad. Por patriotismo.

Se atribuye a Don Alfonso Paso el pensamiento que cuando los separatistas se aproximen a ti, vean en tus ojos el brillo de la dignidad. Recordemos también el dicho que los malos ganan cuando los buenos no hacen nada. No podemos seguir como ni no pasara nada, porque está pasando mucho y lamentablemente va a pasar más. Sin exaltaciones ni jactancias, estamos obligados a significar nuestro patriotismo y nuestro compromiso con España, que es lo mismo que decir que con las generaciones precedentes en centenares de años de historia común y con las que vendrán. No caben ambigüedades ni falsos complejos. Se hace en todas las naciones, menos aquí. Cada uno debe manifestar ese compromiso de dignidad en el ámbito y en la forma que determine: en su partido político, en su trabajo, acudiendo a concentraciones de afirmación nacional, colocando una bandera en el balcón,?

Pero hay que hacerlo ya. No podemos dejarlo para mañana. Que nuestros hijos nunca tengan que decir que España se rompió, mientras sus padres eran ambiguos, pancistas o tibios. Esto no es política. Es dignidad. Es patriotismo.