Siendo niño, nunca me gustó la pregunta de a quién quería más, si a mi madre o a mi padre. ¿Por qué tenía que inclinarme hacia un lado de la balanza y optar por una situación de desequilibrio sentimental incómoda e indeseada? Y tengo la sensación de que algo parecido pueda estar sucediendo en buena parte de la ciudadanía de Cataluña, al verse ante el planteamiento político de escoger entre la independencia o la continuidad dentro del Estado español. Si el divorcio civilizado de los progenitores tiende a ocasionar desajustes emocionales en los hijos, la intención de efectuar una separación territorial donde abundan las zancadillas, descalificaciones y aspavientos, ¿conduce a la población a un estado anímico y social de satisfacción y plenitud? Ojalá sea posible el regreso de la sensatez y la recomposición de los lazos de convivencia y fraternidad deteriorados por el óxido de la conflictividad, aunque todo indica que para ello va a ser necesario un cambio sustancial en las posiciones mantenidas hasta el momento por los protagonistas del desaguisado.