En circunstancias normales, mi intervención tendría unos límites más ajustados. Pero hoy es 2 de octubre, ayer sucedieron los hechos que todos conocemos y resultaría extravagante que en un acto como este no dedicásemos el tiempo necesario a reflexionar sobre lo que está ocurriendo en Cataluña. No quiero refugiarme en la frivolidad de mirar hacia otro lado; entiendo que mi obligación es referirme expresamente a esta cuestión, la más tempestuosa que hoy agita al Estado y, sin duda, una crisis institucional de enorme hondura.

Permitan que me remonte dos siglos atrás. La crónica cuenta que Agustín de Argüelles proclamó su famoso "españoles, ya tenéis patria" en la iglesia gaditana de San Felipe Neri el 19 de marzo de 1812, en cuanto las Cortes de Cádiz finalizaron sus trabajos.

Importa poco que sea cierto que Argüelles enarbolara ante los reunidos un ejemplar de la recién nacida Constitución. Probablemente, también tenga su razón Herrero de Miñón cuando advierte en Cádiz a contrapelo de la mitificación de La Pepa, tan heredera de la francesa de 1791. No obstante, en este discurso esos reparos resultan secundarios.

A efectos de esta intervención importa más recordar que fue, por aquellos años y por influencia de las revoluciones atlánticas -la francesa y la americana acababan de suceder- cuando se extendió el uso de las palabras "ciudadano", "nación" y "patria", llamadas a sustituir a "súbdito" o "reino". Los parlamentarios eran patriotas contra el francés, sí, pero también patriotas de la Constitución y la ciudadanía.

Por su formación jurídica, sería un insolente si convirtiese esta intervención en un esbozo de lección sobre el constitucionalismo. No lo pretendo, pero comprenderán que la actualidad, tan revuelta, me arrastre por esos y otros pensamientos.

Unos días, los acontecimientos me llevan a recordar las discrepancias entre Madison y Jefferson sobre el derecho de que una constitución redactada por quienes están ya muertos vinculen a los vivos, y aquella vibrante frase de Thomas Paine (1791):

"No sólo es inmoral, sino imposible arrogarse las opciones de las generaciones venideras. Los grilletes del pasado son como ataduras de arena".

Otros días uno tiene que erradicar la tentación de ponerse unamuniano y sentir un cierto dolor difuso, alguna punzada en la entraña, consciente de que la introspección, la indagación metafísica del ser colectivo español, el debate de las esencias que se hace a golpe de sentimientos, solo puede llevarnos a una mayor frustración.

Otros, en fin, gobierna la decepción que llevó a Cánovas a concluir que "son españoles los que no pueden ser otra cosa". El fatalismo de la permanente insatisfacción, el creernos condenados, como Sísifo, a repetir eternamente el mismo empuje inútil, sentenciados cada cierto tiempo a reiterar las mismas historias.

Y en esas vueltas, como les digo, me encontré con la ilusión de Argüelles. Con todos los defectos que se le encuentren a las Cortes de Cádiz, aún hoy resulta fácil identificarse con su júbilo: estaban construyendo una patria de ciudadanos, con derechos y libertades. Lo que sucedió en las décadas siguientes con Fernando VII revela que el objetivo era realmente ambicioso.

Podemos recordar la historia de todas las constituciones que siguieron a la doceañista, que sería un ejercicio ilustrativo, pero para abreviar situémonos en 1978, aún no hace 40 años. También aquel fue un momento de ilusiones. Efervescencias del ánimo aparte, lo que más aprecio de la Constitución vigente es lo que ha hecho posible. Hablo de la convivencia, de la integración europea, del desarrollo con plenas garantías democráticas de un Estado social y de derecho moderno.

Pues eso es lo que está en juego. Está en juego la nación constitucional, la que la revolución francesa había inaugurado: una nueva concepción de comunidad humana, un nuevo tipo de identidad colectiva y una nueva forma política, aquella que proclamaba Argüelles en el inquieto y liberal Cádiz de 1812.

¡Exagera!, pueden protestar. Por sistema, admito todas las quejas. Como persona llena de dudas, no tengo reparos en rectificar. Sin embargo, cuando observo que la emoción de la pertenencia se impone a la razón de la convivencia, no me cabe duda: el peligro existe. En un salto al pasado, la comunidad romántica de origen se reivindica como factor de soldadura al tiempo que se reniega de la comunidad de ciudadanos que comparten mismos derechos, las mismas instituciones y el mismo espacio público.

Hablo de la nación cívica, aquella en la que el perímetro de la ciudadanía no se atiene a patrones culturales, sino que en ella el vínculo fundamental es jurídico y político. Y de lo jurídico y de lo político conviene hablar.

Permitan que comparta con ustedes algunas reflexiones en forma de interrogante.

¿Cabe en un Estado de derecho contraponer legitimidad democrática y legalidad constitucional?

¿Puede un parlamento regional que ni dispone del poder constituyente ni ha sido elegido para ejercerlo derogar la Constitución en un territorio concreto?

¿Se están respetando a sí mismas unas instituciones de autogobierno que no se rigen por la legalidad, ni constitucional ni ordinaria, vigente en España?

En la sala abundan las togas, esas togas que acorazan la brigada Aranzadi, tan aborrecidas por quienes hacen trizas el ordenamiento jurídico y declaran que no cumplirán normas ni sentencias provenientes de las instituciones estatales. No estoy en condiciones de afirmar cuales son los límites de la acción judicial, pero me siento en la obligación de respaldar a quienes tienen la atribución de aplicar la fuerza razonada de la justicia para dar preferencia a la Constitución sobre cualquier norma infraconstitucional incompatible con ella. Y me siento en esta obligación porque ni podemos ni debemos dejar de ser lo que somos, un Estado que aplica el derecho y se sirve exclusivamente de él para organizarse, defenderse y permanecer.

Otra cosa distinta es si la iniciativa política debería haber asumido más protagonismo. Comparto esa opinión. La política no puede conformarse con marcar el paso al compás de una instrucción judicial. El terreno perdido por la omisión política no se ganará exclusivamente con la acción jurídica.

Fijémonos, no obstante, en que aquí es visible la trampa. Escucho a menudo una contraposición entre leyes y voluntad política que recuerda a la controversia que mantuvieron Schmitt y Kelsen sobre el guardián de la Constitución. Para quienes construyen esta dicotomía, el ordenamiento jurídico es un obstáculo soslayable, apego tedioso de burócratas; la iniciativa política, en cambio, la pértiga de la genuina democracia capaz de superar cualquier impedimento. Y, sin embargo, lo primero que han hecho es dotarse de su propio artefacto legislativo (leyes de referéndum y de transitoriedad), para el cual, lógicamente, reclaman validez y obediencia.

Por eso pienso que las apelaciones huecas al diálogo y a la voluntad política son ejercicios inútiles de buenismo. Como precisó Habermas, la democracia deliberativa exige unos requisitos previos. Sin un respeto acordado a las reglas del juego, el diálogo carece de garantías. Por lo demás, cuando la conversación pública se reduce a que cada parte repita su argumento, sin cesiones ni transacciones, entonces todo para en ruido: dos ruedas de molino que giran sobre sí mismas.

Y por último, para no extenderme demasiado, pienso también en el Estado en un Estado, el español, que ha transformado sus viejas estructuras centralistas y cuenta con una organización autónoma indiscutiblemente enraizada y muy difícil de mover, en la que Cataluña disfruta de poderosas instituciones de autogobierno inencontrables en los siglos de catalanidad de los que hay memoria.

Antes, cuando hablaba de la nación al la que se refería Argüelles, aludía a un término asociado a un fenómeno político moderno: la nación como legitimación del poder que emana de la voluntad popular. Esa nación, la española, tan discutida, legitima a un Estado que es previo a ella, un Estado con 500 años, una larga historia y una enorme experiencia acumulada que ha decantado un poso de conocimiento experto e intuición política del que participan sus mejores servidores públicos. Es posible desafiarlo, pero quien lo haga debe de perder el desafío.

En todo caso, hoy es 2 de octubre y hemos de meditar qué hacer. Personalmente, sé dónde estoy y sé también a dónde me gustaría ir.

Sé que me gustaría reexaminar de forma dialogada y argumentada la organización territorial del Estado, concebido como una comunidad política de iguales en una dirección federal.

Un Estado federal que se diferencie del autonómico en que el proceso constituyente no permanezca indefinidamente abierto. Un Estado federal en el que, contra lo que ocurre ahora, el legislador orgánico no pueda modificar, movido por intereses partidistas, coyunturales o cortoplacistas, la decisión política del reparto de poder entre las comunidades autónomas y el propio Estado sin necesidad de reformar la Constitución.

Defiendo, primero, la inmediata e inexcusable restitución del orden constitucional allí donde ha sido quebrado y, después, la apertura de la reforma para revisar nuestro modelo territorial para ir de la ley a la ley, sin saltar ni forzar la Constitución. Y ahora debo decir que no me vale cualquier reforma, que no todas las alternativas son aceptables. Que la soberanía en España debe tener un sujeto único, no múltiple. Y eso, quiero dejarlo muy claro, no sólo descarta la autodeterminación entendida como la decisión soberana en un acto expreso y único de una comunidad territorial sobre su propia forma política, sino también la alternativa confederal. En España, la propuesta confederal es una ensoñación nacionalista concebida no como estructura política intermedia hacia una forma superior de integración (casos de EE.UU. y Suiza), sino como camino hacía la desintegración, como ocurrió con el Estado austrohúngaro.

Ah, ¿y cómo avanzar hacia ese rumbo? No quiero incomodarles con mis inquietudes, adentrándome en detalles que alargarían demasiado este discurso. Estamos en una situación excepcional y para superarla es imprescindible la colaboración firme entre los partidos que respetan la ley, que es tanto como decir los partidos democráticos. Y esa colaboración reclamará tanta determinación para aplicar medidas como para abrir el camino de las reformas. Creo, igualmente, que la justicia debe continuar ejerciendo su función como lo que es, un basamento principal del Estado de derecho.

Precisamente por la importancia que concedemos al buen funcionamiento de la Justicia, había pensado en hablarles hoy de los esfuerzos que está haciendo el Gobierno de Asturias para contribuir a su buen funcionamiento atendiendo hasta el límite de nuestras posibilidades las demandas de los trabajadores; destinando recursos para los servicios de justicia gratuita, la modernización tecnológica y la construcción de nuevos equipamientos, todos ellos compromisos que hemos adquirido y queremos cumplir.

Son sólo unos apuntes para subrayar cuál es nuestro compromiso, el compromiso del Gobierno de Asturias, con el buen funcionamiento de la justicia. Seguramente, de esto era de lo que habría tenido que hablarles con mayor detalle, pero creo sinceramente que hoy todos nos sentimos concernidos por el trauma institucional que estamos viviendo sabedores de que afecta a nuestro futuro colectivo.

Abordémoslo con la convicción de que tenemos la mejor de las razones, porque el nacionalismo, decía Octavio Paz, no es solo un vidrio de aumento, también es un cristal deformante que produce aberraciones, no cromáticas, sino morales.