Setenta diputados autonómicos acaban de votar, por su cuenta y riesgo, romper el orden constitucional de 1978 y llevar al límite la fractura social que atenaza a Cataluña. Esa cantidad de parlamentarios no habría sido suficiente para modificar su propia Ley electoral o el Estatuto de autonomía, pero a estas alturas poco le importa al independentismo si sus pasos responden o no a lógicas legales y políticas.

La votación de la secesión, que ha tenido lugar en contra del criterio de los propios juristas de la Cámara, ha sido además secreta, en un intento por parte de los que la han impulsado (ya se verá si acertado) de eludir la acción de la Justicia. La presunta República nace pues, incluso a ojos de Puigdemont y compañía, en soledad parlamentaria, sin luz ni taquígrafos y alejada de cualquier atisbo de heroicidad. Además, la aprobación en el Senado del artículo 155 convierte en non nato al Estado recién proclamado.

Pero esa no es, al menos hoy, la cuestión esencial. El principal problema al que nos enfrentamos a partir de ahora radica en el choque de legitimidades que habrá en Cataluña, con dos bloques de poder sin reconocimiento mutuo y en medio de una tensión social que, a buen seguro, subirá unos grados más. Hoy es un día triste no solo por la suspensión de facto de la autonomía catalana (por más que se quiera edulcorar, esa es la realidad) o por la proclamación unilateral de indenpendencia, sino porque se ha roto cualquier posibilidad de reconstruir con el diálogo un marco de convivencia para toda España; al menos, a corto plazo. Quedan pues aparcados, una vez más en la Historia, los proyectos reformistas con aspiraciones federales o los que propugnan otra forma de Estado, incluida la República. Los más que necesarios cambios de la Constitución serán ahora mucho más complicados.

Está claro que a este fracaso se ha llegado tras muchos errores de bulto. El Gobierno español no ha hecho lo suficiente en los últimos años para evitar el choque de trenes y se ha limitado a la vía judicial y policial para responder al abierto desafío secesionista. Ha decidido ir única y exclusivamente por el libro de la Ley. Eso vale para frenar cualquier delito común, pero no siempre es acertado (y se ha demostrado) ante las demandas con amplio apoyo social.

Tampoco ha articulado un discurso potente para contrarrestar el afán independentista. Ha tirado más de burofax que de estrado. Incluso ahora, dipuesto a aplicar un 155 duro, el Ejecutivo de Mariano Rajoy parece ir por detrás de los acontecimientos. Pero nada de eso debe ocultar que la ruptura legal e institucional que hoy se ha provocado tiene nombres y apellidos: los de los 70 diputados que, escondidos tras una urna de cristal, han dinamitado la convivencia y el diálogo.