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Junqueras: pecado y penitencia

El líder de ERC se las ingenió para no firmar nada comprometido hasta el final del "procés", pero ahora hace campaña entre rejas

Oriol Junqueras y la Vicepresidenta, en Barcelona, el pasado febrero.

La capacidad de Oriol Junqueras (Barcelona, 1969) para tejer pactos sólo es igualada por su habilidad para ponerse de perfil. De lo primero dio ya muestras en 2011, cuando convenció a Joan Puigcercós, su predecesor al frente de ERC, de que lo que más convenía a Esquerra era una inmolación. Puigcercós se apartó, avergonzado por los resultados de las autonómicas de 2010 (diez diputados tras la experiencia del tripartito), y Junqueras acudió presto a renovar el partido. Fue la única candidatura, casi un milagro en una formación lastrada hasta entonces por el cainismo político.

Pero aún lo hizo mejor cuando, con esos solos diez escaños, se las arregló para presentarse ante la CiU de Mas como el referente del futuro: la independencia de Cataluña. Suave pero concienzudamente, Junqueras fue arrastrando a los convergentes hacia el campo secesionista, sabedor de que en los exámenes en las urnas que quedaban por delante el electorado siempre preferiría el original a la fotocopia.

Además, condujo la operación sin riesgos para ERC, que se mantuvo en los bancos de la oposición hasta que en 2016 entró en el Govern, entonces ya presidido por Puigdemont, no por Mas. Y cuando llegó la hora de jugársela ante los jueces y rubricar el decreto de convocatoria del referéndum del 1-O, exigió que todos los consejeros estamparan su firma en el documento. Si él firmaba y se exponía a ir a la cárcel, los demás también.

El castigo por tan cauteloso y ladino proceder es de sobra conocido: Junqueras y Joaquim Forn, el exconsejero de Interior, son los dos únicos miembros del Gobierno de Puigdemont que siguen en prisión. Los demás o han salido o siguen refugiados en Bruselas. Tiene lógica, al menos judicial: Junqueras y su equipo organizaron el referéndum ilegal; Forn permitió que los Mossos hicieran la vista gorda.

Lo malo es que el líder de ERC es también el cabeza de lista de su partido en las elecciones del próximo jueves (los comicios que Junqueras ha trabajado para ganar desde 2012), y su encarcelamiento, unido a la cómoda posición de un Puigdemont que se pasea libremente por la capital belga, ha terminado por favorecer el ascenso en los sondeos de la lista del expresident, que ya se equipara en expectativa de voto con la de Esquerra.

¿En el pecado lleva la penitencia? Para un político agnóstico o ateo, quizá no, pero para Junqueras, sin duda. Porque el exalcalde de Sant Vicenç dels Horts (2011-2015) y exeurodiputado (2009-2011) es hombre de misa todos los domingos y católico que hace balance todos los días de sus aciertos y sus errores, y detrás de su apariencia exterior, blanda como sus formas, se oculta la clase de firmeza que (dicen) únicamente otorga la fe.

Fe en sus convicciones (hablo de las políticas) que debió de camuflar con verbo amable y actitud campechana en sus varios encuentros, este año y el anterior, con la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, a la que tuvo engañada casi hasta el último momento. Así lo prueba la foto que ilustra este perfil, tomada en el Congreso de Móviles de Barcelona de 2017. Una mano en el hombro de la "número dos" de Rajoy que delata, además de una pose cariñoso-curil, un grado considerable de complicidad. ¿Llegó a albergar la Vicepresidenta la esperanza de que Junqueras podía ser el hombre que Moncloa estaba esperando: un hombre de pactos, no de revoluciones, con el que pudiera hablarse de un trato privilegiado para Cataluña que excluyera la independencia?

Quizá jugó a serlo mientras le convino, pero cuando los acontecimientos se precipitaron y el Govern se lanzó a tumba abierta por la pendiente de la ruptura unilateral, Sáenz de Santamaría reculó espantada; tanto que aún pudo ver cómo Junqueras y su segunda al mando, Marta Rovira, echaban la lagrimita para convencer a Puigdemont de que no debía convocar elecciones anticipadas a fin de evitar la aplicación del artículo 155, en aquellos últimos días frenéticos de octubre.

Téngase en cuenta que la emotividad de Junqueras, exhibida sin sonrojo y sin tasa desde el inicio del "procés", no es más que uno de los rasgos de su carácter. Decisivo pero no único. El profesor de Historia Moderna de la Autónoma de Barcelona posee también una granítica entereza que le ayuda a resistir en su celda de Estremera, y es propietario, como Rovira, de ese tipo de fanatismo que no permite ver (o al menos decir que ves) ni lo evidente. Como la fuga de empresas, en la que veía más impacto "psicológico que real", o la salida de la UE que traería consigo la independencia, que él, que fue eurodiputado, no veía ni ve. Eso, por no hablar del derecho de autodeterminación que la ley del referéndum incorporaba con el argumento de que los catalanes son un pueblo subyugado y colonizado. Los sermones del recluso de Estremera, que ahora hace balance.

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