En primer lugar, el votante siempre tiene la razón. La presión intolerable del nacionalismo radical sobre los disidentes internos se ha visto superada en las elecciones catalanas por la urgencia de señalar a los electores cómo debían comportarse desde fuera de Cataluña. Esta escandalosa pedagogía se inicia con la descalificación de los "catalanes abducidos", a cargo del fallecido fiscal Maza. La división del censo en buenos y malos votantes no tiene precedentes en democracia, y es más peligrosa que el "a por ellos". El presupuesto de que los ciudadanos no saben votar y se equivocan al depositar la papeleta, se ha afianzado con la esotérica propuesta de una repetición de las elecciones de hoy, formulada antes de celebrarse los comicios y de conocerse su resultado.

El segundo error a disipar tiene más calado, porque afecta al resultado de la votación y a su proyección ulterior en la constitución del Govern de la Generalitat. En síntesis, las elecciones se juegan en tres bloques, no solo en dos según pretenden los simplificadores interesados. No se está disputando hoy un referéndum encubierto, aunque el Gobierno convocara a las urnas desde el error de que el planteamiento binario favorecía a sus intereses.

Nada hay más aventurado que efectuar pronósticos durante la jornada electoral. Sin embargo, es muy probable que cuando se corrijan los desplazamientos del voto de PP a Ciudadanos, de la marca catalana de Podemos al PSC, y de Junts per Catalunya y la CUP hacia Esquerra, la dicotomía unionistas/separatistas se mantenga en los mismos niveles que en 2015. Y que en 2012, precedente electoral que tiende a olvidarse pese a que ya consolidó el mapa vigente.

Por orden de aparición y de importancia hasta la fecha, el bloque independentista domina la actualidad electoral. Para difuminarse, necesitaría un descalabro de una magnitud que no ha aflorado en las encuestas. La mayoría absoluta de Junqueras, Puigdemont y la CUP se presenta como la única forma de mantener sus presupuestos separatistas. Sin embargo, gobernar es más sencillo que independizarse, y cuesta imaginar que los secesionistas no tengan la oportunidad de instalarse en la Generalitat. La querella intestina entre Junqueras y Puigdemont lastra sus expectativas con mayor intensidad que la amenaza exterior.

El segundo bloque con aspiraciones responde a los partidos etiquetados de constitucionalistas. Un primer paréntesis obliga a destacar que en este bando se incluye ahora a Podemos. La formación más denigrada por PP, PSOE y Ciudadanos adquiere el rango de hijo pródigo, gracias a los siempre lícitos intereses electorales. Sin embargo, en esta heterogeneidad radica la principal debilidad del segundo bloque. Su triunfo exige una victoria muy pronunciada de Inés Arrimadas, y la exigencia irrenunciable de que García Albiol y los radicales de Pablo Iglesias voten conjuntamente a la presidenta de la Generalitat. Ni siquiera la candidatura alternativa dentro del bloque del bullicioso Iceta suaviza la improbable alineación estelar.

El tercer bloque es un iceberg oculto, que se pretende escamotear no solo al votante catalán sino sobre todo a la opinión pública española. Es prácticamente seguro que las catalanas ofrecerán una mayoría de izquierdas, perdón por la palabra. Es cierto que Pedro Sánchez ha descartado el pacto con un partido independentista, con dos matices. Lo ha hecho antes de las elecciones, y un partido indepedentista deja de serlo en cuanto abdica de la utopía y posterga sus ambiciones. Conviene recordar que el PSOE apoya con fervor el gobierno en Euskadi del PNV, que ni siquiera es progresista pero que sufrió el estigma de formación filoterrorista. Si la opción que une sin confundir a PSOE, Esquerra y Podemos parece falta de fuelle, es gracias a la habilidad del PP a la hora de eclipsar sin necesidad de votos a toda opción que pueda desbancarle. Lo ha logrado en Madrid, pero el tercer bloque de izquierdas sigue vigente en Barcelona.