Aparentemente, pocas cosas alteran la pasividad sobre la superficie terrestre, pero bajo nuestros pies están ocurriendo infinidad de fenómenos. Uno de ellos es la formación de cuevas, un proceso de lentitud exasperante. Se trata de un trabajo tan meticuloso de la naturaleza, que parece que ella misma quisiese evitar las incursiones humanas haciendo crecer en su interior auténticos punzones, denominados estalactitas y estalagmitas. Además de éstas, otros muchos obstáculos dificultan las expediciones espeleológicas.

Una cueva puede surgir por diversos motivos. De ellos, dos son los más comunes: erosión mecánica o erosión por disolución. Veremos algunos ejemplos donde el trabajo conjunto de ambas demuestra que hacen un buen equipo.

Si emprendemos viaje hasta la cercana costa de Llanes, encontraremos en varios lugares los conocidos «bufones». Los acantilados de la zona están formados de roca caliza, que tiene un componente decisivo llamado carbonato de calcio. El agua de lluvia se cuela continuamente en las grietas naturales de este terreno. Ayudado por el CO2 que trae el agua, el carbonato cede a los tirones del líquido elemento que baja por esas grietas y se separa de la piedra que lo contenía para disolverse en el agua. El resultado es que el agua de lluvia carcome lentamente la roca próxima a la fisura del terreno y ésta se agranda.

La segunda mitad del proceso erosivo es responsabilidad de las olas, que, en su golpear incesante de la base del acantilado, pueden tallar pequeñas grutas. Si en algún punto de la roca una de estas grutas se encuentra con una de las fisuras, habremos conseguido el instrumento de música más colosal: un bufón.

Con el mar tranquilo, una ola que entre en la gruta comprime el aire que había en su interior y éste huye hacia arriba a gran presión, emitiendo un silbido. Al revolverse el Cantábrico, las olas pueden acceder a la gruta con un impulso tan grande que llegan a escaparse chorros de agua por la fisura hacia arriba -al estilo de un géiser-, según se dice hasta más de 20 metros de altura.

Fácilmente puede ocurrir también que la erosión de la roca caliza por agua tenga como protagonista un río, en cuyo caso podemos encontrarnos con una situación tan insólita como la del pueblo de Cuevas, en Ribadesella. Solamente se puede acceder a él por carretera a través de una cueva lentamente esculpida por un riachuelo afluente del Sella. Asfalto y río entran juntos en la caverna y juntos arriban al enclave.

Si la erosión es realizada por aguas subterráneas, nace precisamente una cueva, otro ejemplo del trabajo conjunto antes mencionado. Su crecimiento es de un dinamismo tan impredecible que convierte en tarea muy complicada elaborar una historia detallada de la misma. Ahora bien, el paso del tiempo deja infinidad de huellas cambiantes y otorga una vida efímera a la incuestionable perdurabilidad de la roca. Ya sea en el techo, en las paredes o en el suelo de la caverna, aun a pesar de las horrorosas humedades, del ensordecedor silencio y de la más absoluta oscuridad, la piedra nace, crece y se la puede llevar una brusca corriente de agua turbulenta que en un instante circule por sus galerías. Esta piedra viva ha popularizado dos nombres semejantes: estalactita y estalagmita.

La primera consiste en una especie de embudo muy alargado que surge del techo de la cueva a partir de una grieta por la que resbala agua. A ésta, en su avance por dicha grieta, rodeada de roca caliza, se le agrega el citado carbonato de calcio, amén de otras muchas cosas. La primera gota de agua que cae de la fisura al vacío de la cueva ya deja un residuo en los bordes de la grieta que se percibiría como un anillo de espesor mínimo. Las siguientes gotas que bajan por la fisura y llegan al interior del anillo aportan su «grano de arena». El anillo se va convirtiendo en un macarrón, alargándose la figura gracias al agua que circula por su interior. Típicamente tarda varias décadas en crecer un centímetro, no pudiéndose precisar más pues la velocidad de sedimentación depende de muchos factores y habrá estalactitas que avancen más rápido (serán más alargadas) mientras que otras lo harán más despacio (serán más gruesas). Además, puede ocurrir perfectamente que descienda agua por las paredes exteriores del tubo, lo que ensanchará la estructura.

Las gotas que bajaban por el interior de la estalactita acaban cayendo al suelo, depositándose también en él parte de los residuos que acompañan al agua. Así, brotan pequeños picos que con el goteo continuo proveniente del techo se van haciendo más y más altos. Son las estalagmitas, gruesas jabalinas macizas que pueden crecer hasta tocar el puntiagudo extremo inferior de la estalactita, en cuyo caso se habrá creado una columna: se detiene el goteo interno y será el agua que se escurre por las paredes exteriores la que ensanche y dé forma a dicha columna.

Este proceso básico da lugar a particularidades que engrandecen la belleza de las cuevas. Por ejemplo, si se tapona la estalactita y no gotea, el agua suele salir por los poros del macarrón en todas direcciones, conformando un auténtico puercoespín, muy frágil, eso sí. También se pueden ver las denominadas excéntricas, estalactitas que crecen en direcciones extrañas. La serie de maravillas podría continuar hasta lo incontable. Coladas -producidas cuando el agua baja como en cascada por una superficie-, tours -pequeños lagos de aguas tranquilas contenidos en cuencos que parecen situados en una ladera- o perlas -minúsculas esferas lisas con apariencia de porcelana producidas al depositarse calcita alrededor de un elemento, que puede ser cuarzo, una bola de arcilla o incluso un hueso- son sólo algunos ejemplos. Además, no sólo de roca caliza viven las cuevas; también surgen de la lava y del hielo.

Debemos concienciarnos de que el entorno tarda siglos en esculpir una cueva. Del mismo modo que a nadie se le ocurre destrozar un Picasso, si visitamos estas maravillas naturales debemos tener siempre un cuidado extremo, dejando que el tiempo sea el único encargado de dar forma a la cueva.