La villa romana de Veranes causa impresión suficiente como para seguir elogiando a la municipalidad por la investigación y difusión del pasado romano en aquel peñasco -«Xaxum»- colgado frente al Cantábrico, al que hemos acabado llamando Gijón. Primero fueron el Museo de las Termas Romanas, a los pies del cerro; y el de la Torre del Reloj, justo en el vértice de las dos vertientes de Santa Catalina, y el de la Campa Torres, que es el origen de todo. Ahora, hay que desplazarse unos doce kilómetros hacia el suroeste del concejo, por el camino de la Plata, para conocer la villa que construyó hacia el siglo IV después de Cristo un señor que bien pudiera haberse llamado Veranius. Para entendernos, el tal Veranius era el «pequeño emperador de un mundo», como ayer lo definió la investigadora Carmen Fernández Ochoa, madre de la arqueología gijonesa. Veranius «construye un gran edificio, imagen de su poder y riqueza» -agregó Ochoa-, y desde él ejerce la potestad «sobre tierras y gentes». El pequeño emperador vive de la agricultura y la ganadería, y su villa domina una bella loma soleada, lo que permitía incluso el cultivo de viñedos, raros, por lo general, en estas latitudes.

La villa de Veranes era vivienda ordenada para la familia, prole y servidumbre del señor. Y también lugar de negocios y de recepciones, merced a esa gran sala de representación que es la pieza dominante del conjunto, alfombrada por un soberbio mosaico del que se conserva un cuarenta por ciento. Allí se pisaban, entre otros elementos decorativos tardorromanos, las teselas con el nudo de Salomón: dos anillos entrecruzados cuatro veces, imagen de la fortaleza y la protección.

Visto todo ello, Fernández Ochoa pidió ayer permiso para «emocionarse», porque «estamos tocando nuestras raíces más profundas: los reyes asturianos volverán al cabo del tiempo la mirada a Roma, y este edificio lo conocieron los arquitectos que construyeron Santullano».

Ésta es una de las claves interpretativas de Veranes, «la única villa excavada en profundidad en el Cantábrico». La otra clave es que Veranius vive al final de una época. Tras él, llegará el Medievo y el posterior el uso como templo del «triclinium», el comedor de la villa, que ya tenía incorporado ábside, o lugar donde comía el señor. Al pequeño emperador lo sustituye otro poder, el de Iglesia de la cristiandad.

De vuelta al presente, antes de acceder a la villa, el visitante es recibido en un edificio de nueva planta según proyecto del arquitecto Manuel García, un artista que trabaja con el sabio lema de que «menos es más». Lo prueban sus muros de piedra y malla metálica, prosaico sistema alemán para la contención de taludes, pero con un efecto espléndido en Veranes, además de «lo más parecido a un muro en ruinas», según el propio arquitecto. Todo ello se inauguró ayer, con un centenar largo de invitados, discursos obligados y degustación de cocina romana regada con vino de rosas o de miel. Hubo, asimismo, algunas dificultades de logística y transporte, que el Ayuntamiento trata de reparar para que los autobuses accedan con soltura a las carreterucas de Veranes. Distancia y aspereza del camino podrían refrenar al turista.

También hizo un día perro, y la alcaldesa Paz Felgueroso, justo antes de iniciar el recorrido inaugural, invocó a Vicente Álvarez Areces: «Presidente, dicte un decreto para que deje de llover». El subconsciente de la regidora corre a más velocidad que su mente: Areces, pequeño emperador, tirando de decretero y pisando el nudo de Salomón. Pero escampó y el sol inundó un rato la ladera de la villa de Veranius.