unca hemos tenido tan pocos guajes (0,96 hijos por mujer en edad fértil en lo que toca a Asturias) y nunca dieron tanto que hablar, aunque no den tanto que hacer como antaño cuando cada familia juntaba una auténtica recua y, prácticamente, nada estaba legislado acerca de ellos, tiraban con lo puesto y pasaban de uno a otro cuantos fungibles necesitaban: ropas, juguetes, libros y poco más, todos venían con un pan debajo del brazo cuando hablábamos de panchón, ahora traen consigo un código de barras, pues son auténticas piezas de museo, por lo escaso.

Por los guajes, aun siendo escasos, clamamos desde los centros escolares porque maltratan a sus profesores e iguales; lloramos desde la calle porque hacen aguas menores en los portales los fines de semana; desde los ministerios porque se adelantan a los 13 años a consumir alcohol o zampan hamburguesas de doble piso mientras se alistan a la red de consumidores natos con sus «emepetrés» y móviles imprescindibles para sentirse anímicamente bien. Y no dejan de tener poder adquisitivo, que es lo más destacable de su condición de «clases pasivas».

La población que más ocupa nuestra atención ya no son los parados, los mayores, los discapacitados, los inmigrantes, las minorías étnicas, qué va, son los guajes -viendo que la edad en la que se inician en el alcohol, según el Ministerio correspondiente, es de 13,5 años-; la población diana para nuestras noches de insomnio oscila entre los treinta y siete mil guajes, en Asturias, que tienen entre 10 y 14 años y los cuarenta y siete mil, aproximadamente, que tienen entre 15 y 19 años. De momento, los bebés no dan que hablar, aunque no debemos relajarnos, pues ya van con el biberón a cuestas a diario, sin haber salido el sol, camino de las guarderías. Dentro de poco estarán censados como «población activa» los parvulitos, al paso que vamos.

Antes los guajes de finales del siglo XIX podían trabajar a partir de los 10 años, según recogía el artículo primero de la ley que fijaba las condiciones de trabajo para mujeres y niños, de 1900, salvo que supiesen leer y escribir, entonces podían empezar a trabajar, incluso, un año antes. Eso hablando de trabajos en industrias y comercios; por lo que respecta al trabajo agrícola o talleres familiares, que era el que más abundaba, dicha ley no tenía aplicación, así los guajes se iniciaban en el tajo casi apurando la teta.

En el siglo XXI, cualquiera de los hijos de padres que estrenaron barriadas como las de Pumarín al amparo de la Ensidesa podrán afirmar que ya tienen a sus espaldas cerca de cuarenta años cotizados a la Seguridad Social, entre otras cosas, porque los soltaban a trabajar en cualquiera de los talleres que se prodigaban en Gijón apenas abierta la enciclopedia Álvarez en el segundo curso, forjándose al son de los tornos, fresas, limadoras y ménsulas de taladros de columna y virutas, o, cuando no, haciendo los mandaos de cualquiera de nuestros comercios al ritmo de pedaleo y bata al viento. ¿Y qué guaje de entonces no fumó más de un Celtas a escondidas antes de vestir la comunión o se embriagó con un ponche a base de Sansón y huevo con el consentimiento de casa?

A los guajes les hemos dado una categoría y estatus social que, ahora, pretendemos frenar a golpe de leyes, y es que no dejan de ser los más vulnerables, cierto es, pero nos da que están empezando a adquirir una personalidad no sólo jurídica, también antropológica, que les confiere el mismo marchamo que tenían los guajes de principios de siglo pasado cuando frecuentaban, apenas alcanzada la adolescencia, los mismos ambientes -antros en algunos casos- que los rudos obreros adquiriendo su lenguaje, modos y cultura, así como callos en sus manos aún sin desarrollar. La diferencia sustancial está entre esas clases activas que fueron las de 1900 y las pasivas que son hoy, aun siendo unos consumidores natos que aportan en grado sumo a la economía nacional, y sin dar más palo que una mochila atiborrada de libros al peso cuando, prácticamente, todo está colgado en la web. No entendemos nada.

Los guajes son aprendices desde el momento en que posan su ictericia en el vientre de la madre, ahí se inicia la zona de desarrollo próximo que avanzó Vygotsky y, como tales aprendices, proyectan su potencial fijándose en los tutores que les asisten por este orden: televisión, escuela, calle y, en último lugar, los que ejercemos la patria potestad (padres, padres putativos o padres desconocidos, que cada vez somos más una paga al mes, a través de la cuenta de ahorro, que un progenitor-educador: el Instituto de Política Familiar cifra una separación matrimonial cada 3,5 minutos en nuestra España actual).

Los guajes de hoy convergen con los abuelos que nunca han vivido como en el presente, pues siendo ellos mozos les pilló la fame o al menos época de escasez, también con unos padres que parecen apropiarse de una adolescencia perdida y ya no quieren ser ni padres, ahora la peña se empeña en ser «dinkis» o «double income no kids», traducido como doble sueldo sin hijos, claro, el que los tiene y se divorcia, se equivoca, no es un «dinki», tiene muchas obligaciones hacia sus hijos, hacia la zona de desarrollo de Vygotsky y debe sustituir a la tele y a la calle por un referente adecuado. Para nada subestimamos el derecho al divorcio, pero la obligación paterna y educadora se mantiene.

O retomamos la ley de 1900 -vista la vejez que se le avecina a las pensiones- y los guajes empiezan a cotizar desde las guarderías, o retomamos el papel que nos corresponde de padres, de lo contrario los guajes deberán tener los mismos derechos como el votar a edad temprana y otros, vista la personalidad antropológica que les estamos inculcando: una madurez inusitada que acaban ejerciendo. Las leyes no sabemos si podrán frenar toda esa inercia, pues, además del espíritu y de la letra, no hay legislación que no vaya acompañada de presupuestos para que adquiera carta de naturaleza. Al final acabaremos en el país de los «dinkis» y, si no, al tiempo.

J. C. Herrero es de Bomberos sin Fronteras.