Hay que hacer un periodismo a pie de obra, lejos de teletipos y faxes, como predican los maestros. Por eso ayer, que tenía el día libre, abrí una rigurosa pesquisa para saber si es posible gobernar sin asesores y cuánto nos cuesta uno de esos ángeles tutelares que velan por la sintaxis ajena, fabrican discursos, dicen cuándo es preciso sonreír o evitan que el jefe meta la pata más de lo necesario. La conclusión, que comenté luego con algunos compañeros del oficio que aspiran a ser asesores, es que todo político con algo de mando en plaza tiene a mano una o varias personas para su ilustración y consejo. Y, también, que los presupuestos públicos son una caja de sorpresas cuando se trata de contratar asesoramientos. Dan para todo y todos, porque a nadie sensato se le ocurre vivir sin al menos un asesor en estos tiempos de tanta especialización y asesoría. Según mis notas de campo, que publicaré en breve, los asesores son tan necesarios que animo a hacer más contrataciones para que nuevos asesores asesoren a aquellos que aún no asesoran bien. Hay que asesorarse. Asesórese.