Se ha ido Nani Magdaleno. Su vida de artista se apagó a la prudente edad de 88 años; buen momento para dejar caer los pinceles que llevaba pegados a sus dedos como un tatuaje. Le vi hace pocas semanas, alegre y cariñoso. «¿Nani, ¿cómo estás?». «Tirando», me dijo, pero aún pintaba, aún tenía a flor del piel todo el genio, la vocación y la ciencia para recordar cada esquina de este Gijón que hoy le llora. En realidad, su dilatadísima obra supone una apología de la ciudad que, inoculada en vena, fue dibujando, o pariendo, poco a poco a partir del sentimiento, del amor. Ahí está, como prueba, su deliciosa colección de tranvías, nacida mucho después de que las vías fueran arrancadas de sus líneas tradicionales. Tranvías amarillos de Gijón, con o sin jardinera, recorriendo los Jardines de la Reina, cruzándose en Jovellanos o dando la vuelta bajo los árboles de la plaza de Villamanín, como un homenaje a aquella juventud, la suya, que iba merienda en mano, a gozar las tardes en las praderas que rodeaban la pista de baile de Somió Park. Su alma de poeta logró inmortalizarlos en un libro, «Un recuerdo llamado tranvía», que supone un testimonio de su enorme nostalgia. Al final de su magnífico trabajo literario y de acuerdo con los proyectos posteriores de reposición del tranvía -abortados por el metrotrén-, Nani decía negarse a ellos, nunca será lo mismo, y compartía la idea con Juan de Azcona, porque «¿me atrevería a subir en la línea de El Musel, "truel" en ristre con el caldero de "xorra", apoyando mi senectud actual en el gancho de "pulpear"...?» Por cierto, Ladislao de Azcona, hermano de Juan de Azcona, según se narra en el libro, de pequeño quería ser tranviario. El hermoso texto lleva una dedicatoria de su puño y letra vacilante, «por encima de todo está el cariño que te tengo», decía. El cariño que le devuelvo, el que revivo cada día en el casco de sus barcos multicolores, en el gallinero que me cedió, bendita secuela de su paso por «El Sotanín» de Ibaseta.

Un velero de singladura infinita llevó sus sueños. Cerraba los ojos contra los verdes de las laderas de Deva y veía el mar, de todos los colores y todas las mareas. Amaba el mar. Fue un marinero eterno, primero de agua y salitre, y tras la última regata, de lienzo, aguarrás y óleo. Y hay un mar que se extiende por toda la geografía hispana, aún por los secanos, que ilustra las paredes de las principales pinacotecas del país, y las colecciones más notables. En proporción, su casa está llena de galardones, premios y primeras medallas, a los que nunca dio importancia; se la concedía a su familia, a su trabajo de boticario, a sus amigos, con los que mantuvo una tertulia de postín, Carantoña, Bastián Faro, Manuel Guerra, Montero Entrialgo... «Ah, si la gente dejara de ver tanto la televisión para retomar aquella costumbre de reunirse y charlar...»

Detrás del brillante artista, Nani Magdaleno era un hombre bueno, dotado de un agudo sentido del humor que le hacía desdramatizar todos los avatares de la vida; hoy, ya no puede describir su muerte, pero seguro que le quitaría importancia, negritud y duelo. Nosotros, por el contrario, le devolvemos todo eso, tristeza por su despedida, oraciones por el mejor acomodo de su espíritu y un largo recuerdo de amor y admiración. Y a su familia, la condolencia más sincera.