Vaya por delante que, ni mucho menos (aunque me he empleado a fondo dando todo lo que fui capaz), me considero un padre ejemplar, pero eso sí les he educado, en «grata compañía», lo mejor que he sabido. Desde hace unos días no logro quitarme de la cabeza las andanzas de una alimaña que responde, parece ser, al nombre de Santiago. Sus barbaridades contra natura, de las que no me pude abstraer por estar al cabo de la calle, me han dejado seriamente tocado.

A pesar de que sigo en mis trece respecto a mi posición ante la pena de muerte (incluso con este abominable salvaje), me gustaría que tal tarado individuo no fuera puesto en libertad hasta que el destino sentenciara «el no va más de su puta existencia». ¡Que Dios me perdone!, pero ya son dos noches consecutivas en las que tengo una pesadilla: sueño con que soy el guardián de este pingajo y hago, para que la pague, la vista gorda.