Eloy MÉNDEZ

La tarde lluviosa ha reunido en la sala de televisión del albergue Covadonga a una decena de residentes que siguen con desigual atención el debate de investidura del presidente del Gobierno en funciones, José Luis Rodríguez Zapatero. Es el mismo que en el apogeo de las celebraciones tras la jornada electoral del 9 de marzo prometió que gobernará «para todos y, sobre todo, para los que no tienen de todo». «Cambia ya, que quiero ver otra cosa», se escucha desde una de las mesas situadas junto a la puerta. Mientras, otros dos asistentes juegan por separado un solitario. En primera fila, Ana Belén Tristán enreda con dos de sus compañeros. Tras un par de minutos, los tres deciden irse a tomar un café a un establecimiento cercano.

A Tristán le gusta reír todo el tiempo. Aunque los que la conocen aseguran que tiemblan «cuando le sale el genio». Su padre se desentendió de ella cuando era una niña de corta edad. Fue el punto de partida de una vida plagada de complicaciones en la que la escasez de recursos económicos acabó por ser su problema menos malo. Las drogas y la prostitución hicieron el resto. «Me llevaron de Mieres a Navia a un club en el que tenía que trabajar catorce horas y darle dinero todos los días al tío que me llevó», asegura. De eso hace ya un par de años. Ahora ronda los treinta y cinco, aunque dice que aparenta menos.

Ella, como los dos amigos con los que suele tomar café, han encontrado por unos días en el albergue Covadonga un refugio en el que ya han estado otras veces. «Aquí hay gente que lleva viniendo años», asegura Julia Castro, trabajadora social del centro. Situado junto a la salida de la autopista «Y», el Covadonga da abrigo a medio centenar de los conocidos como «sin techo», es decir, personas con escasos recursos económicos y que carecen de hogar. Los que son asturianos tienen derecho a permanecer en el albergue siete días al mes y los conocidos como transeúntes, o personas que no son del Principado, pueden alojarse cinco días cada tres meses. En realidad, muchos deambulan de un albergue en otro por varias provincias limítrofes y, así, se aseguran un cuarto donde dormir casi todas las noches.

El albergue Covadonga es uno de los dos centros de estas características que existen en Gijón. El otro es el que tiene la Asociación Gijonesa de la Caridad, también conocida como Cocina Económica. El Covadonga se trata de una institución dirigida por un patronato formado por varios donantes y en la que colaboran activamente cinco hermanas terciarias capuchinas. «El perfil de los internos es muy variado, aunque tenemos con todos, dentro de lo posible, el objetivo de la reincorporación a la sociedad», dice Castro.

Para ello se llevan a cabo dos tipos de cursillo. Uno, destinado principalmente a los internos, que consiste en la fabricación de llaveros. Y otro, en el que participan personas que han conseguido ya abandonar el albergue gracias al dinero que obtienen por la fabricación de velas. «Es la forma de dotarles de una independencia económica», asegura César Fernández, monitor de los dos cursillos. A su lado, Gumersindo González se afana por dar forma a una vela con cuerpo de mujer. Lo hace con precisión, a pesar de haber perdido la vista de uno de sus ojos.

«Soy un especialista porque llevo ya siete años haciendo velas», asegura. A Gumersindo la vida no le ha tratado bien, hasta el punto de que asegura no querer recordar cómo se acabó por especializar en una labor que, a día de hoy, le apasiona. Leonés de nacimiento, lleva más de media vida en Gijón. «Soy más del Sporting que de la Cultural», bromea. En su día fue pintor de brocha gorda, por eso, ahora en el cursillo es el encargado de mezclar los colores. «De repente un día me quedé sin trabajo y lo uno llevó a lo otro y...». Así resume su vida. Una vida que ahora le vuelve a sonreír. «Gracias a esto ya estoy en un piso fuera del albergue», dice orgulloso.

Gumersindo González fue durante años uno de los internos habituales del albergue Covadonga. Y se puede considerar afortunado, al menos a tenor de los datos recogidos en la memoria anual, que reflejan un incremento de personas que solicitan los servicios del centro: casi trescientos más en el año 2006 que en 2002. Y lo peor: el incremento no ha cesado durante el último lustro.

Estos datos coinciden con los publicados por Cáritas, que advirtió en su último informe de un incremento de la pobreza en Asturias, aunque con cierta reducción de lo que se califica como pobreza extrema. La organización, dependiente de la Iglesia, da atención a todo tipo a los transeúntes y estima que el número de afectados por esta situación se ha estabilizado en los últimos años, aunque alerta de un preocupante aumento de las personas que pueden perder, dada su situación económica, el poder adquisitivo que los situaría por debajo del umbral de la pobreza, fijado en los 6.200 euros anuales. Lo cierto es que los cambios sociales han supuesto también una evolución del perfil de la pobreza en Gijón. Las remesas de inmigrantes, los ancianos sin atención familiar y muchas víctimas de la desestructuración de las familias han hecho crecer la demanda en los dos albergues de la ciudad durante los últimos años, hasta alcanzar en 2007 la cifra histórica de 1.548 internos, la mayor de la década. Eso a pesar del descenso de solicitudes que desencadenó la reciente aprobación del salario social.

Uno de los datos más significativos es el incremento exponencial que ha experimentado la demanda por parte de personas de fuera de Asturias. El año pasado, un total de 995 personas que no están empadronadas en Asturias pidieron una habitación en alguno de los albergues gijoneses. En esa situación se encontró durante un tiempo Brunilde Vicente Ferreira. Fiel a su cita diaria, hace cola a la una menos cuarto a la puerta de la Cocina Económica, en la calle Mieres número 17. Allí acude desde hace años en busca de un plato de comida al que no tiene alcance si quiere pagar su pensión en la calle del Buen Suceso, en plena «ruta de los vinos». Y allí encuentra consuelo para olvidar una vida en la que, desde el principio, todo se torció. «Mi padre, que era militar portugués en Angola, nos pegaba y nos violaba a todas mis hermanas», dice sin inmutarse. De África regresó a Lisboa poco después de la Revolución de los Claveles y allí deambuló de un oficio a otro, «haciendo de todo». Su llegada a Asturias data del año 1992. Dice que lo hizo engañada y que quien la trajo la obligó a ejercer la prostitución. En uno de los «bares» donde pasaba su tiempo perdió un ojo tras una agresión de un cliente. Después, empezó a vender periódicos por las calles.

Como en el caso de Brunilde Vicente Ferreira, todas las personas que acuden diariamente a comer o cenar en la Cocina Económica o aquellas que solicitan una plaza en su albergue pasan por una especie de proceso de selección. «La oficina del transeúnte es la encargada de verificar que estas personas necesitan realmente lo que aquí les damos», afirma la hermana María Sela Cueto, directora del centro.

La oficina del transeúnte es una institución creada en el año 1990 con el fin de atender a las personas que carecen de una residencia. En su oficina, situada en la avenida de la Constitución, trabajan representantes de cuatro entidades: la Fundación Municipal de Servicios Sociales, Cáritas Interparroquial, el albergue Covadonga y la Asociación Gijonesa de la Caridad. En esta oficina se lleva un control exhaustivo de la situación personal de cada uno de los «sin techo» que transitan regularmente por Gijón y de muchos que pasan de una ciudad a otra sin más objetivo que vagar por sus calles. Según los datos que manejan sus responsables, una inmensa mayoría de los transeúntes son varones (1.359 frente a 189 mujeres en 2007) y muchos son personas de avanzada edad que carecen de un sostén familiar.

Precisamente uno de los rostros que más se repite dentro del calidoscopio de la pobreza es el de los «beneficiarios» de una pensión no contributiva. «O pagan la cama o la comida, pero para las dos cosas no llegan», asegura la hermana María Sela Cueto. Es el caso de F. R., un praviano de 63 años, que vive en los apartamentos del ERA, en La Calzada, y que, todos los días, acude a comer a la Cocina Económica. Con sus poco más de trescientos euros mensuales apenas puede permitirse pagar el importe que le solicitan por residir en uno de los pisos destinados a ancianos y enfermos con una situación económica precaria.

Allí llegó tras vivir más de una década en una casa de Poago que miembros de la Asociación Gijonesa de la Caridad le habían ofrecido tras incendiarse su chabola de Aboño. Lejos quedan ya la muerte de sus dos padres, cuando apenas era un niño, lo que le obligó a iniciar un periplo que le condujo, por culpa de su enfermedad pulmonar, al hospital del Niño Jesús en Madrid, donde hizo su primera comunión sin más conocidos que el personal sanitario. Tras su regreso a Asturias se trasladó a Cataluña, donde trabajó en la construcción y la minería. «Volví a Gijón en paro y en el 82; me acuerdo porque eran los Mundiales», dice sonriente.

No volvería a tener un trabajo, salvo la temporalidad que encontró gracias a varios cursillos sindicales. En la Cocina Económica ha encontrado un lugar donde además de comida, tiene el cariño del personal del centro. La Asociación Gijonesa de la Caridad es la institución pionera de cuantas se han instalado en la ciudad para dar cobijo a los sin techo. Fundada en el año 1905, su objetivo es cubrir las necesidades básicas de la población más necesitada. Unas necesidades que engloban comida, alojamiento y vestido. El centro es atendido diariamente por una comunidad de Hijas de la Caridad y por voluntarios de distinta índole y se financia gracias a la colaboración de las instituciones públicas y de los socios, o de donantes.

El albergue tiene capacidad para 28 camas. «La mayoría de los que viven aquí son varones», asegura Cueto. Sin embargo, el número de personas que solicita diariamente el servicio de comedor es muy superior. «Depende del día, pero solemos estar entre 150 y 200», dice la directora de la Cocina Económica. Muchos de ellos son rostros conocidos para los viandantes gijoneses, porque piden limosna en las calles céntricas o en algunas de las iglesias emblemáticas de la ciudad. Una situación que podría cambiar en poco tiempo.

Hace unas semanas, los tablones de anuncios de las parroquias de San José y el Sagrado Corazón (la Iglesiona) recogían un escrito en el que se pedía a los feligreses que no dieran limosna a las personas que se colocan a la puerta de las iglesias porque, en la mayoría de los casos, «es perder dinero y privar de esa ayuda a los que están verdaderamente necesitados». Según los párrocos de ambas iglesias, estas personas deben recibir ayuda por parte de centros especializados, como el albergue Covadonga o la Cocina Económica. Esta opinión es masivamente compartida por las personas encargadas de la atención a los «sin techo». «Uno de nuestros objetivos es intentar que estas personas tengan una segunda oportunidad», asegura Cueto. Sin embargo, no siempre la reinserción en la sociedad es sencilla. «Hay personas que por su edad o por enfermedad, han perdido ya casi toda esperanza», dice Julia Castro.

Por eso, la labor de trabajadores sociales, voluntarios y religiosos dedicados a los más pobres, lejos de perder peso, recobra ahora la fuerza que imponen los nuevos retos. «Todo el mundo debería pasar al menos un día de su vida con esta gente», asegura María Sela Cueto. «Es una lección de humildad permanente», añade. Quizás por eso a ella siempre le gusta decir que «no hay que marcar diferencias entre ellos y nosotros, todos podemos caer algún día, y es más fácil de lo que parece». Más aún si se tiene en cuenta que la pobreza, como la sociedad, está en constante transformación y es una noria que no para de girar.