La aparición de la burbuja inmobiliaria es consecuencia de condiciones económicas (objetivas) y socioculturales (subjetivas).

Las condiciones subjetivas no son económicas, son de origen cultural, y proceden de la mentalidad que tenemos los actuales españoles frente a la propiedad de la vivienda. Esta posición procede de los primeros años sesenta; antes de esas fechas la opción del alquiler era la que estaba ampliamente generalizada en las capas medias y bajas de la sociedad española.

Esa mentalidad es la que impulsa a los españoles de nivel bajo y medio a la compra de una vivienda en cuanto opinan que tienen condiciones para ello, esa compra está acompañada en ocasiones de ribetes compulsivos de autoengaño sobre las propias posibilidades reales de acceder a la propiedad deseada.

Además el común de los españoles cree, aunque ahora ya un poco menos, en tópicos, como el de que la vivienda «nunca baja», ignorando experiencias recientes como la japonesa entre otras, y por ello la vivienda era vista como una inversión muy lucrativa y financieramente segura.

En las causas o condiciones objetivas de origen económico, un factor determinante fueron los bajos tipos de interés que permitieron a la oferta subir los precios hasta el nivel máximo que la demanda pueda abonar. Y este precio dependía de que las hipotecas fuesen o no accesibles; en muchas ocasiones nadie se preguntaba acerca del valor del bien, sino por la cuantía de la hipoteca y si podía afrontarla.

Cuando no existe un gran stock de viviendas en venta, como ocurría hace unos años, la oferta de vivienda es inelástica, ya que el plazo de ejecución de las obras y urbanizaciones es de varios años, por lo que la demanda se acumula sin ser satisfecha.

En esas condiciones de oferta rígida frente a una demanda en aumento y bajos tipos de interés, se disparan los precios, según algún experto bien documentado (1), se calcula que por cada 1% de descenso de los tipos de interés, la vivienda incrementa su precio en un 20%, lo que permite el florecimiento de la especulación y también del llamado «efecto riqueza» que incide en el incremento del consumo, como un efecto colateral de la burbuja inmobiliaria.

Esto acarrea un movimiento de arrastre especulativo sobre toda la cadena inmobiliaria desde el suelo hasta las agencias de compraventa; esta situación es alentada por los políticos y los medios del sistema encantados de que «España vaya bien» según afirman ellos (si los precios de la vivienda suben es por que la gente tiene dinero, Francisco Álvarez-Cascos dixit).

Mientras tanto toda la peor fauna de los buitres ibéricos está revoloteando sobre esta especulación, desde los grandes del «ladrillo», las instituciones financieras y esos buitres de segunda categoría llamados coloquialmente «pasapiseros» que se dedican a la especulación al por menor, a diferencia de los grandes del «ladrillo» que especulan con miles de millones.

En estas condiciones la construcción de viviendas se disparó hasta extremos nunca vistos. Las instituciones financieras, ante la magnitud de la inversión inmobiliaria que se estaba efectuando en este país, no fueron capaces de afrontar su financiación con fondos propios y buscaron liquidez externa; el ahorro europeo vino a financiar a los compradores españoles de viviendas.

¿Y las administraciones, qué hicieron entonces? Se dejaron llevar, complacidas, por la situación general de sensación de riqueza y consumo; hubiera sido muy fácil poner coto al disparate tomando ejemplos de otros países como Alemania, u Holanda, pero no interesaba, opinaron que no era liberal, y que era preciso dejar actuar al mercado libremente. Eso sí, siempre dentro de los límites que los políticos marcaban con las recalificaciones del suelo.

Los políticos más honestos vieron una ocasión para llenar las arcas públicas y fueron ciegos sobre la trascendencia del problema que se podía generar; los menos honestos lo que vieron fue una gran ocasión para llenarse los bolsillos en compañía de los especuladores.

De esta forma no se hizo nada al respecto y la burbuja creció y creció, ahora ya nos encontramos en un punto de no retorno, el ahorro pasado y futuro de una gran parte de la sociedad española está invertido en unos edificios, en ocasiones vacíos, mediante unos créditos que han dejado a España seca de liquidez, y muy poco atractiva para la captación de crédito foráneo.

La crisis no es sólo inmobiliaria y energética, es sistémica; la crisis de las hipotecas «subprime» en EE UU es de juguete frente a los tres déficits: federal, comercial y familiar que se acumulan en ese mismo país, por ello se atisban en el horizonte mundial fuertes convulsiones precedentes de un cambio de sistema.

Entonces sí que vamos a sentir en nuestro país la falta del capital financiero que está enterrado en el ladrillo español, y que vamos a necesitar para otras carencias estructurales.

El estallido de la burbuja se esta produciendo porque la elevación de los tipos de interés puso al descubierto la sobrevaloración especulativa del precio de las viviendas.

También se puede enunciar que la oferta inmobiliaria es inelástica o rígida hasta que el stock de viviendas acumulado es de tales dimensiones que la vuelve elástica, incluso plástica.

Por deformación profesional usaré un símil de ingeniería, la ley de Hooke, que nos dice que cuando las tensiones son suficientemente elevadas se sobrepasa el límite elástico del material y se llega a la zona de fluencia, si la tensión persiste se produce una deformación plástica y el material se destruye.

O sea, que revienta la burbuja inmobiliaria y se destruye la economía, que es lo que está ocurriendo.

Alta la marea? mareadas llegan hasta la orilla las olas. A ritmo, cabalgando sobre blancas crestas empenachadas de espuma, se precipitan las unas sobre las otras hasta romper ruidosas su rabia sobre las rocas del Muro. Hay olor a algas y se mastica el aire con sabor a sal. Con la mirada perdida en lejanías, desafío al horizonte antes de ascender al cerro. Señor y dueño de mi camino, acompaso mis pasos al monótono respirar del mar. Ya sobre la cumbre, veo surgir al «Elogio» como un gigante marino, abrazado al huidizo horizonte que se pierde en el más allá. Todo el mar está en el iris de su mirada, y oigo su corazón inquieto respirando libertad. Como siempre, de lo de siempre hablamos.

Para el gringo-japonés Francis Fukuyama -1992, «El fin de la Historia y el último hombre»- el fin de la Historia coincide con la caída del Muro de Berlín, igual que para Hegel había coincidido con el auge napoleónico de 1806 tras la anexión de Prusia. Pero la verdad es otra: ni la paz de la ilustrada Revolución francesa se consolidó -como lo demostramos los españoles en Bailén, Madrid o Zaragoza-, ni la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, confirmando el derrumbe del comunismo, fueron ni serán el fin o corona de la Historia. En pie siguen las grandes dictaduras, los nacionalismos y el enfrentamiento entre las civilizaciones. ¡Y sigue el hombre, «el último hombre» que tenemos, el hombre libre y el hombre que parece libre siendo en verdad un esclavo!

Amigo «Elogio», dicen del niño que es el padre del hombre. Será verdad, pero también lo es que del hombre ya lo vamos sabiendo todo desde antes de nacer. Hay un ADN más o menos mutante que nos deja al desnudo, pues en el genoma humano ya está escrito lo que fuimos, lo que somos y lo que podríamos llegar a ser. Además, se nos da por seguro que las nuevas técnicas biológicas podrían maquillar, curar, salvar, transformar e, incluso, engendrar otras vidas humanas que, por no haber nacido, no conocerían la muerte. ¿Nos abocamos ya al fin del hombre, de un tipo de hombres?

Desde aquel primer hombre que ya se creía sapiens, siendo sólo un homínido, hijo de prehomínidos, hasta el homo stultus que vemos crecer por nuestras calles, pasaron ya algunos miles de años. Aquel homo habilis, esteticus, artisticus, poeticus, religiosus, miticus y hasta simbolicus con voz propia en el universo, más bien huyendo del trabajo y el esfuerzo que su condición de faber le exigía, se nos va quedando en un mero homo demens, ludens, eroticus, consumens compulsivo, sibarita gastronomus y economicus, para terminar derivando en prosaicus y stupidus. ¡Con un poco de educación, tal vez conseguiríamos hacerle ciudadano!

Amigo «Elogio», no creo que éste sea el devenir ni el destino que los genes marquen al nuevo ser humano. La libertad, que es un lujo que no todos pueden permitirse, debe ser el aire respirable del alma humana. Veinticuatro siglos atrás, en el siglo de Pericles, ya el autor de «La guerra del Peloponeso», el gran Tucídides, aseguraba que «el secreto de la felicidad está en la libertad, y el secreto de la libertad, en el coraje». Coraje es lo que les falta a nuestros jóvenes para llegar de verdad a ser libres; pues, aunque por nacimiento se les dé la libertad, ésta debe ser una conquista perpetua, un continuo crecer y subir la escarpada, no una cima o un cerro sobre el que asentarse. A pesar de lo que dijera don Camilo José Cela, parodiando al Segismundo de Calderón, eso de que «la libertad es una sensación; y a veces puede alcanzarse encerrado en una jaula, como un pájaro», lo cierto es que nadie es libre si no es dueño de sí mismo.

Nubes blancas navegan sobre el mar, dando de lado a un Poniente rojizo. Declinando la tarde, al morir el día, el «Elogio» y yo lanzamos la mirada al otro más allá del horizonte, allí donde dicen que acaba el mundo, allí donde nadie sabe nada de nadie, para atisbar alguna verdad real del aquí de las cosas. Tras las estelas de las olas descubrimos al intrépido pirata de Bécquer recitando al viento aquello de que «es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad».

Arropados bajo la sombra del viento, reflexionamos sobre ese nuevo hombre que nace, incapaz de dominarse a sí mismo, abierto a todas las libertades, pero sin tener dentro el dios de la libertad. De sobra sabes, amigo «Elogio», que al nacer libres, «sólo somos lo que hagamos para cambiar lo que somos». Anclado en lo profundo, proyecta hacia adentro el vuelo de tu porvenir, pues no es cierto que lo más profundo que tiene el joven sea su piel. A tu edad, las ansias de dicha y felicidad tienen alas y deben superar el mundo de las sensaciones. Sosegado el mar y aquietadas las tormentas del alma, me despido del «Elogio» que, ya antes, se había despedido del sol. Cae la tarde, cientos de luces en abanico, desde San Pedro al Cervigón, farolean sobre la playa. Sobre el cerro sigue en pie el «Elogio» cual otro Nino Bravo, «libre como el mar, libre como el viento, libre como el sol cuando amanece, libre como el ave sin prisión, esperando al fin volar detrás de la verdad. ¡Algún día sabrá lo que es al fin la libertad!».

Benito Paredes Martínez es ingeniero técnico industrial.