Eran más de las diez y media de la noche cuando Carmen Veiga, directora del teatro Jovellanos, me preguntó: «¿Cuántos minutos llevamos aplaudiendo?». No lo sé, le dije, pero entre unos y otros, o sea, los de antes del bis y los de después, pasarán de diez. Imagínense ustedes lo que son diez minutos de aplausos, ¡bravos!, el público puesto en pie, sin mostrar ninguna prisa por abandonar su localidad. Una apoteosis. Sólo cuando la orquesta comenzó a moverse con inequívocas muestras de dejar el escenario, el respetable plegó armas dándose por satisfecho. Atrás quedaba una noche completa calificada de «Pucciniana», de la que a servidora le queda un pequeño resquemor, ¿habremos sido justos con Mariano Rivas en el reparto de aplausos, habrá advertido el director que buena dosis del entusiasmo estaba dedicada a él?; su intervención en el «Preludio sinfónico en La mayor», al inicio de la velada, dejó las cosas muy claras respecto a la maestría y sensibilidad de este gran gijonés. Si servidora hubiera tenido a mano una cla, habría iniciado una coral, ¡Mariano!, ¡Mariano!..., de plena justicia.

Un lujo, señores, comenzando por la orquesta, la Academia del Gran Teatro del Liceo, compuesta por músicos jóvenes, en su mayoría mujeres, que configuran una especie de extraordinario banquillo del que con frecuencia se sirve Guerassim Voronkov, director de la gran orquesta titular. Su impecable actuación, en la noche del viernes, hizo honor al gran proyecto musical, en el que ha participado repetidamente, del Teatro del Liceo. En cuanto al programa, entendido éste en las dos versiones, es decir, en el de mano y en el ofrecido en escena, difícilmente puede superarse. El primero, tanto en presentación como en sus informaciones, incluida la traducción de cada aria, perfecto. Y luego, qué decir de la selección hecha sobre las partituras de Giacomo Puccini... Allí estaba lo mejor de «Le Villi», «Edgar», «La Bohème», «Manon Lescaut», «Tosca», «Madame Butterfly», «Gianni Schicchi», «Turandot»...

Llegados a esta latitud se hace imprescindible hablar de los cantantes, aunque ya habrán intuido ustedes por dónde van los tiros. Tres artistas, tres estrellas, tres. La primera en aparecer en escena fue la soprano irlandesa Elizabeth Woods, joven, alta, luciendo tipazo dentro de un espectacular traje rojo. Exhibió un bonito timbre de voz, aunque sujeto a una escala más bien corta; en las notas bajas se ahogaba un poco, aunque tuvo momentos muy brillantes, de gran técnica y sensibilidad. Seguía el programa el aria «Addio, mio dolce amor», de «Edgar», la segunda ópera escrita por Puccini, que puso las emociones a flor de piel en el público que casi llenó el Jovellanos. Su intérprete, Raffaela Angeletti, pura marca Callas, supuso un maravilloso descubrimiento que guarda relación con su carrera de éxitos. Voz grande, colorista, de infinito recorrido, expresiva y natural; como si hubiera nacido cantando. Su delicioso final -«Puccini nunca remata sus arias con un agudo», me dijo hace años Ernesto Salanova, un maestro también del bel canto- provocó casi un escándalo en las filas de espectadores. Fue lo mejor de la noche. A su sensacional voz une unas magníficas dotes interpretativas. Nos enamoró, esta soprano italiana, joven y guapa, madre de una niña de 4 años que hizo el papel del hijo de Butterfly en el aria «Tu, piccolo iddio».

Por su parte, el tenor búlgaro Kamen Chanev hizo alarde de fuerza y timbre, ofreciendo momentos muy sobresalientes. Su «Nessun Dorma», ofrecido en el bis, en el que cooperaron las dos sopranos, supuso uno de los momentos más estelares de la noche.

Nota para el público: ¿no se pueden evitar los caramelos de papel crujiente? Uno de ellos se desenvolvió en cuatro tiempos, con la desconsideración de no aprovechar las pausas o los fortes de la orquesta. Mala educación.