R. VALLE

«Gracias a Adeflor y a su obra. Los libros son muy útiles -hay incluso quien los lee- y yo he experimentado las virtudes terapéuticas de éste que, durante los siete meses que le dediqué, me dio fuerzas para levantarme cada mañana y superar un arrechucho. Los médicos deberían recetar libros en lugar de Prozac». Luis Arias González reivindicó el carácter medicinal de la literatura durante la presentación oficial de «Adeflor en la guerra de África (1921)», la obra en la que recopila y contextualiza las 113 crónicas que Alfredo García García, «Adeflor», en aquel momento director del diario «El Comercio» y una de las grandes firmas del periodismo asturiano de todos los tiempos, envió desde el norte de África entre el 6 de agosto y el 6 de diciembre de 1921, en pleno conflicto bélico.

Sin embargo, no fue la mejora de la salud uno de los tres argumentos que Arias González utilizó para convencer a la concurrencia que se dio cita en una de la salas del Centro de Cultura Antiguo Instituto de la necesidad de leer esta obra publicada por la editorial VTP en su colección Biblioteca de Gijón/Xixón. La misma donde ya se han recuperado para el presente otros textos de Adeflor y trabajos de destacados escritores como Pachín de Melás, Joaquín Alonso Bonet, Alfonso Camín, Fabricio, Tarfe, Francisco Carantoña, Juan Uría Maqua, Luciano Castañón, Acebal, Alfredo Truan y Felipe Portolá.

El profesor Arias González prefirió reivindicar el atractivo del personaje de un Adeflor que suspendió su temporada de baños en Ontaneda para trasladarse a Tetuán, donde se convirtió en un cronista de guerra de traje, corbata, chaleco y sombrero panamá; la riqueza literaria de la obra del periodista que se formó en «El Noroeste» y «El Comercio» y renunció a dar el salto a Madrid por su apego a la ciudad que le vio nacer en 1876, y la transcendencia histórica de una guerra de África, que «es nuestro peculiar Vietnam, al que se habrían dedicado muchas películas si este país tuviera una importante industria cinematográfica».

Arias González realizó su presentación junto al editor Emilio Rodríguez Cueto, el concejal de Educación y Cultura del Ayuntamiento de Gijón, el socialista Justo Vilabrille, y el actual director del diario «El Comercio», Íñigo Noriega, quien aseguró que, «aunque en principio parece una situación de opereta que un director de periódico deje sus obligaciones para irse a la guerra, lo cierto es que, pensado en Adeflor, su preocupación era dar a los lectores aquello que les podía interesar y si el centro de interés estaba en otro lugar, allí se iba».

Y lo curioso es que Adeflor no fue el único director de periódico que cubrió la guerra de África. Eso sí, fue el gran cronista gijonés de esa guerra y el que, en palabras del investigador Arias González, «nos ofrece una de las visiones más poliédricas de las escritas sobre el tema al analizar distintas sensibilidades, presentar historias personales y sumar a ello la crítica política sin caer en la demagogia barata». El cronista de guerra Alfredo García presentaba en sus crónicas la realidad del frente y de los soldados, pero no olvidaba que representaba a un periódico de Asturias y por ello relata las historias personales de los asturianos que allí se encontraban. Aún más. Después de enviar sus crónicas se dedicaba a contestar personalmente a los asturianos que le escribían preguntando por sus familiares en el frente.

De Adeflor, el gran protagonista de la presentación, se destacó desde su simpatía y atractivo personal a su pasión por la música, el cine y el teatro, pasando, como no podía ser de otra manera, por todas sus virtudes como columnista de periódico, creador de un estilo propio, gran entrevistador, dueño y señor en la aplicación de las jergas populares y firma a seguir en la prensa regional a la que dedicó su vida. Sin embargo, Luis Arias González no evitó matizar los dos calificativos que más se han repetido de Adeflor: gijonés y gran costumbrista. Porque, para el estudioso, su gijonesismo le llevó a limitar su carrera profesional para no salir de su terruño y «esa capacidad de reflejar a los gijoneneses y sus costumbres le hizo dueño y señor de un microcosmos en el que se sentía a gusto y del que no quiso ir más allá. Se convirtió en su propio prisionero».