J. L. A.

Quienes acudieron ayer al Jardín Botánico Atlántico -esa crónica verde que sueña su agua al socaire de la piedra casi imperial de la Laboral- comprobaron que los árboles puede que no dejen ver el bosque, pero que siempre permiten mirar una ciudad con ojos ganados a la belleza y sus sorpresas. Gijón, por ejemplo, que ha pasado de ser villa de salitre y escaso arbolado en apenas una docena de calles a arboleda urbana con más de cien mil ejemplares en más de doscientas de sus rúas. Jovellanos, que se vio obligado a aflojar los cordones de su bolsa si quiso ver ramas en su solar, compondría hoy un endecasílabo a tan grata estadística.

De esos y otros asuntos botánicos se habló ayer, húmeda mañana jardinera y atlántica, en la presentación de «Natural de Gijón. Parques, jardines y espacios verdes municipales», un libro de más de trescientas fúlgidas páginas en las que el geógrafo mierense Javier Granda y el fotógrafo gijonés Benedicto Santos logran una nutritiva fotosíntesis por la que asoma una ciudad sorprendida y sorprendente. Lo dijo Juan Carlos Gea, periodista de LA NUEVA ESPAÑA y autor del arriate que corona, como un epílogo floral, la publicación: «Aquí se tiene conciencia de que bajo el asfalto está el prau».

No siempre fue así, si se hace caso a algunas de las anécdotas que se pudieron escuchar en la presentación de «Natural de Gijón», libro que la alcaldesa, Paz Fernández Felgueroso, calificó de «trabajo importante para la memoria de la ciudad». «Es una publicación primorosa y útil», añadió. Aunque, por fortuna, jardines, árboles y plantas se han multiplicado. No ha sido, claro, por casualidad. Granda, que homenajeó a su maestro Ramón Alvargonzález, relacionó ese esplendor de la hierba con una larga tradición de jardinería pública que, en su opinión, sigue bien viva. «Desear que se mantenga», apostilló desde su concepción de la geografía como «ciencia de andar y ver». Fue -la de «Natural de Gijón»- una presentación coral y bautizada: con muchos nombres, recuerdos y agradecimientos, como suele suceder con los libros muy trabados de vida. Juan Carlos Martínez, a quien nadie discutió el blasón de «jardinero mayor», refirió, como si fuera Borges con gafas de rockero, la historia casi secreta de la jardinería municipal «playa». Y Benedicto Santos, fotógrafo atento a todos los objetivos, hizo una página oral muy amena con la riqueza ornitológica del parque Isabel la Católica y con las magnolias de la plaza de Europa. No hubo emboscados.