En 1808, además de otros servicios, para mayores y menores, Gijón contaba con Justicia, Regimiento, Comandante de Armas, Capitán de Puerto, Párroco y Sacristán Mayor; para comer, con dos fondas en Corrida; para beber, con tabernas por doquier; y para rezar, al menos, con las capillas de Begoña, del Carmen, de Guadalupe, de la Soledad, San Antonio y la Trinidad, etcétera.

Contaba el pueblo, además de con su puerto «habilitado» para el comercio de Ultramar, con el palacio del marqués, las casonas de Ramírez, Llanos, Jovellanos y Jove Huergo; amén de otras varias casas solariegas y casa consistorial; parroquia sobre la mar, cárcel, Instituto para formar mineros y pilotos, matadero de animales y hospital. Por la calle Corrida, y otros ensanches, iban creciendo las casas: de bajo y planta, eran las más antiguas; de bajo y dos, las intermedias; y de bajo y tres, las del momento creciente...

En 1795, para asistir a una representación teatral, nuestro hermano mayor D. Gaspar de Jovellanos, asentó la población de la villa en cuatro categorías: autoridades, forasteros, gente distinguida y plebe; y por ese orden, acomodó en el almacén-teatro, cerca de setecientas personas...

Pues bien, aquel 5 de mayo de 1808, los gijoneses de las tres clases, autoridades, distinguidos y plebe -más cuatro forasteros- vuelven a constituirse, no para ser mero público espectador, sino para convertirse en protagonistas de una inesperada representación: la del descontento de la villa frente al francés.

El correo que llega aquella tarde trae de Madrid para el Cónsul, o vicecónsul francés, m. de Lagoanere, unas publicaciones que imprime y reparte el servicio de propaganda oficial del Estado Mayor del mismísimo Lugarteniente General del Reino, S.A.R. e I., el Gran Duque de Berg.

Son esfuerzos destinados a hacer simpática la figura de José I Bonaparte, el nuevo monarca, creado por la voluntad del Emperador, en cuyas manos pusieron los reyes viejos, su valido Godoy, y el rey nuevo, el joven Fernando, «barca sin rumbo ni peso, juguete de los "grandes", envidiosos del poder y la posición del valido, el destino y la suerte del reino de las Españas...»

Como casi todos los jueves, día de correo, era numerosa la concurrencia en la calle Ancha. Autoridades, gentes distinguidas, tanto del comercio como de la navegación, y la mayoría de la plebe, sin faltar ni propietarios rentistas, ni presbíteros ociosos...

Repartido el correo, y leído por el cónsul el suyo, sale al balcón de su casa y lanza sobre la calle ejemplares y ejemplares de la carta famosa, la del abate de Marchena, donde se critican las ideas y venidas, decires y desdecires de la familia real, del valido, el rey nuevo, que comenzaron con el complot del Escorial y culminaron con el motín de Aranjuez, y en la que por la pluma del oficial retirado, escribe el abate, más o menos, que Dios ha colocado al Emperador, su ayudante todopoderoso, como árbitro y salvador de los destinos de España, a la vista de la evidente incapacidad que para su gobierno habían acreditado los tres señores de Borbón.

Leen el impreso algunos vecinos distinguidos en alta voz -que del número de la plebe pocos son los que saben leer-, Cienfuegos, García Sala, Menéndez Morán, Tejera, etcétera, y a la vista del «justo» insulto a sus señores, que ningún buen vasallo debe sufrir, rompen los impresos, los pisan una y mil veces sobre los suelos, e increpan al cónsul y avivan los sentimientos patrióticos de la plebe, y hasta los niños del gorro, hijos del gremio de «mareantes», acuden a las voces para vitorear al Rey y maldecir al intruso... Y de las voces, «niños, jóvenes y más», al decir del Alcalde, pasan a las piedras. Quedan rotas las vidrieras y cristales de colores de la casa consular; destrozadas las ventanas; desquiciadas las puertas; roto y pisoteado el hermoso escudo, aterrorizado el personal de la casa... El pueblo anónimo ha entrado, como volcán que es, en estruendosa ebullición...

Ante el inesperado fenómeno, y antes de que la plebe degenere en «populacho», interviene la autoridad de D. Thoribio Junquera Huergo, Juez 1º, Alcalde..., y a los gritos de ¡Viva Fernando Séptimo!, y ¡Se hará justicia!, contiene la explosión del volcán popular evitando males mayores, con muy posible derramamiento de sangre.

Todo el incidente pasó en algo más de dos horas, escribió el Cónsul, ofendido, al Regente de la Audiencia, atemorizado por el suceso. Gijón, por Asturias toda, había tirado, aquella tarde del 5 de mayo, la primera piedra contra el poder imperial. Durante el movido siglo XIX, ¡cuántas piedras no se tiraron, y con sobrada razón, contra unos y otros poderes!...

Es justo que hoy, doscientos años después, rindamos recuerdo a nuestros antecesores, la plebe anónima, y a las distinguidas personas, cuyos nombres aparecen en las historias, que a pesar de su casi eterna sumisión al rey, a la Iglesia y a sus señores naturales, supieron tirar la primera piedra. Fue como nuestra primera Bastilla.

Ojalá que nosotros, todavía sumisos al Rey, a la Iglesia y a los señores que nos gobiernan, seamos capaces, cuando nos toque el turno, de tomar la Bastilla que la suerte nos depare, aunque tan sólo sea, por ejemplo, un barco, un gasoducto, o un molino en El Musel. ¡Ojalá!