A través de la historia, los humanos han tenido el deseo de vivir para siempre. La inmortalidad es considerada la solución a uno de los mayores miedos del ser humano. Los hombres de todos los tiempos sienten «un ansia de no morir, un hambre de inmortalidad, un anhelo de eternidad».

Jesús de Nazaret promete la vida eterna al que coma su cuerpo y beba su sangre. Los oyentes en la sinagoga de Cafarnaún se niegan a aceptar estas palabras. «Es duro este lenguaje», dicen murmurando, «¿quién puede escucharlo. Desde entonces, muchos discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él».

Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo éste puede darnos a comer su carne?» Y Jesús, en un largo discurso, se afirmaba en sus palabras anteriores: «¿Si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros». Hoy los creyentes celebramos la fiesta del Corpus, recordando la institución de la eucaristía, en la que creemos que Dios está entre nosotros con una presencia especial, que llamamos sacramental. Dios está en la eucaristía, en los símbolos de pan y vino, símbolos de la tierra y del trabajo del hombre, signos de comunión y entrega total, fuente de unidad y de vida.

Todo comenzó con una cena. Todas las cenas son alegres, porque disfrutamos de la comida, pero, sobre todo, de los familiares y de los amigos. La cena del Jueves Santo, en cambio, fue una cena triste. Jesús se despide, va a morir al día siguiente y se siente la tristeza de la despedida. En medio del silencio que reina en el ambiente, Jesús celebra la primera eucaristía, como gesto de su permanencia que expresa y simboliza el amor de Dios.

La eucaristía es el centro de nuestra fe, es el acto sacramental más importante de nuestras celebraciones, es expresión y fuente de la caridad, que sostiene y alimenta toda la vida de la comunidad creyente. La eucaristía es una comida compartida, símbolo de solidaridad, que nos invita a ensanchar la mesa de nuestra vida, para que puedan sentarse en ella los que no caben en ningún sitio.

Cuando una comunidad cristiana, dividida por la injusticia y la explotación, celebra la eucaristía, se convierte la celebración en una máscara para el opresor y una venda para el oprimido.

Como los discípulos de Emaús reconocieron al Señor «al partir el pan», el mundo nos reconoce cuando compartimos, cuando ofrecemos ilusión y esperanza y no amenazas ni miedos, cuando somos compañeros de la humanidad, participando de los riesgos y fatigas del camino.

José Luis Martínez, sacerdote jubilado.