Caleao (Caso),

J. M. CEINOS

De las entrañas calizas de los montes de Caleao, en el concejo de Caso, a los pies de los puertos de Contorgán, brota un manantial con un caudal casi imperturbable de doscientos litros por segundo: es la Fuentona de Los Arrudos, de la que se abastecen los gijoneses desde hace casi sesenta años. De los 26 millones de metros cúbicos de agua que el año pasado consumieron la industria y los particulares de Gijón, cinco millones salieron de Los Arrudos.

Al principio de la traída casina, a más 57 kilómetros de los grifos gijoneses, trabaja Javier González Solís, el único vigilante que tiene ahora la Empresa Municipal de Aguas (Ema) para controlar que todo marche bien en Los Arrudos y también en la fuente del Perancho, en la zona naveta de Peña Mayor, que lleva dando agua a Gijón desde 1930.

Casín de Soto de Agues, Javier González Solís tiene 50 años, aunque aparenta diez menos. El próximo mayo hará 21 años que trabaja para la Ema y es el empleado del Ayuntamiento que más lejos trabaja de Gijón. Hasta hace unos años la Ema tenía cinco vigilantes entre Caso y Nava, pero se fueron jubilando y ahora sólo queda Javier González Solís, que es nuestro hombre en Caso: el guardián del agua.

En la caleya que hay que andar para llegar a las puertas del desfiladero de Los Arrudos, el hombre de la Ema en Caso repite lo que acaba de escuchar a un veterano de Caleao: «Cuando nieva en octubre siete veces cubre». En el pueblo llevan la cuenta de seis desde la primera nevada de octubre pasado, así que todavía falta otra para que se cumpla el refrán.

Impecable con el uniforme de la Ema: jersey azul marino con coderas y hombreras más claras, como el pantalón, Javier González Solís recomienda llenar las cantimploras en una fuente próxima al puente de la Calabaza. «Allí el agua ye mejor, menos torpe».

Luis Alemany, gerente de la Ema, explica que el agua de Los Arrudos es de las llamadas «duras», por la disolución de la caliza, muy diferente de las «blandas» que nacen en zonas de granito, que son más puras.

Tras mezclarse con las del Perancho, las aguas de Los Arrudos llegan al grupo de depósitos que tiene la Ema en Roces, desde donde se distribuyen directamente a la ciudad. En concreto, a la zona centro, a los Llanos, Cimadevilla y una parte del barrio de La Arena. El resto de Gijón se abastece con agua de Cadasa (que en un alto porcentaje procede de los embalses de Caso, en el alto Nalón) y de la más que centenaria traída de Llantones.

La situación cambiará en breve, cuenta Luis Alemany, cuando el agua de Los Arrudos y del Perancho se mande a la estación depuradora de La Perdiz. Entonces, todo el agua se mezclará y no habrá diferencias cuando corra por los 1.034 kilómetros de tubería de la red de abastecimiento.

Sobre el puente de la Calabaza, a la vista de los escalones de la otra orilla en que se convirtió la hasta entonces fácil senda, la pregunta es obligada: «¿Cuánto se tarda hasta la Fuentona?». Javier González Solís contesta con la experiencia: «Yo tardo una media hora, pero hoy hay nieve».

El hombre de la Ema en Los Arrudos sube a la Fuentona una vez a la semana, si la nieve y el mal tiempo no lo impiden. «¿Y qué hace arriba?». «Medir el nivel del agua, aunque, al contrario que la del Peranchu, la Fuentona da siempre la misma cantidad, menos algunas veces por el verano, que baja algo, pero es muy segura», contesta mientras sube ágil.

Así lo debió de ver el ingeniero Fernando Casariego Terrero, quien en 1925, como cuenta el historiador Héctor Blanco en el libro «La ciudad del agua. Historia del abastecimiento público de agua en Gijón», editado por la Ema hace unos años, ofreció «al Ayuntamiento la idea de captación de un manantial de montaña situado en las inmediaciones de la aldea casina de Caleao (...) Esto suponía un yacimiento de agua pura de montaña -el manantial se encuentra a 1.050 metros de altitud».

Y claro que hay que subir, clavando las punteras de las botas en los malos pasos de los neveros que cortan el camino, siempre hacia arriba. «¿Es aburrido hacer una vez a la semana el mismo recorrido?». Nuestro hombre en Caso se encoge de hombros: «Aquí estás tranquilu y no te molesta la gente; prefiero andar por aquí que por la calle Corrida».

Siempre hacia arriba, por la foz que excavó el río Los Arrudos, casi una hora después desde que se perdió de vista el puente de la Calabaza, se llega a una pequeña planicie. Debajo de ella corre el río. A la derecha, una cascada artificial y, a su lado, la caseta de toma del manantial: una especie de búnker metido contra la montaña.

«Si queréis coger agua ye mejor aquí abajo», dice el casín de la Ema: en una segunda caseta de hormigón aguas abajo de la cascada. Saca el llavero, abre el candado y entra en la caseta. El caudal impresiona por la conducción abierta y hay que cambiar varias veces de mano para llenar la cantimplora: el agua está fría de hielo. «Pues por el verano está más fría que ahora», explica el empleado municipal.

En la bajada, Javier González Solís señala hacia los paredones calizos de la izquierda de la foz: «Tuvieron que hacer la conducción por dentro, excavando, y con los medios que habría entonces; dicen que todos los que trabajaron ahí murieron por el polvo que respiraron».

Cuenta Héctor Blanco: «A mano y con caballerías como único apoyo, se abrieron más de cuatro kilómetros de túneles atravesando los macizos calizos de la zona, se levantaron más de once kilómetros de canal y se transportaron, montaron y anclaron en el terreno casi quince kilómetros de tuberías». La obra se acabó en 1950.

Ya en Caleao, en el confortable L'Oteru, situado en la parte más alta del pueblo, la vista de los montes casinos es tan sugestiva como el «compangu» de casa del pote que guisan en la cocina del complejo turístico. Pero remata el alcalde pedáneo de Caleao, Juan Antonio Capellín: «Escribir que tenemos poca cobertura para los móviles». Escrito está.