Es realmente complejo describir la esencialidad de una disciplina tan diferente, tan alejada de nuestros presupuestos estéticos formales. Tremendamente ardua la tarea de traducir en palabras, en vanas frases, toda la profundidad emocional y cultural de una expresividad seria, poco común. Aterciopelada en ocasiones y tan violenta en otras. La circunstancia y el momento se entrecruzan para narrar a golpe de cintura, sobre los enormes parches, toda una tradición, una cultura, una razón vital sin parangón y una espiritualidad transparente y alejada de presupuestos occidentales tal y como la sentimos, la percibimos, la vivimos, en definitiva, la anhelamos.

El espectáculo que el grupo japonés «Kodô» ofreció como cierre de curso en la Laboral condensa trascendencia y marcialidad entendida como búsqueda, como camino. La secuencia rítmica se confunde con los latidos de los ejecutantes, con la profundidad de cada golpe que es algo más que un simple golpe, es un latido nuevo cada vez, y de él surgen, nacen, los rigores de una música -qué simpleza denominar a esto música, lenguaje, comunicación- que traspasa culturas, que emociona, que define la humanidad y desnuda un abanico de posibilidades tímbricas cuasi sobrenaturales.

Una compañía que lleva tiempo sobre los escenarios corre el riesgo de someterse a la superficialidad del encuentro; a narrar sin equipaje, sin envoltorio, sin pasión. En cambio, esta compañía japonesa ha sabido naturalizar su discurso, renovar su ejecución y regalar en cada espacio -no olvidemos la importancia de las acústicas- un poco más de ellos mismos, de su realidad, de su negocio, entendiendo negocio como plasticidad y enmascaramiento de la ritualidad incontenible que desborda las expectativas.

Podríamos hablar, escribir, durante horas. Los afortunados que decidimos acudir a la cita salimos renovados y con el corazón dispuesto a más. Aquellos que lean estas líneas, que escuchen en corrillos el resultado sonoro de los fulanos en cuestión lamentarán haber perdido una oportunidad única para encontrarse, casi sin querer, con la posibilidad de salir de uno mismo, de trascender, invitados por unos músicos, unos sacerdotes tan especiales, que tratar de describir el evento me suena a blasfemia.

Artísticamente, sobresaliente. Plásticamente, único. Musicalmente, atrevido, conciso, especial, nuevo siendo tan antiguo éste arte de tañer los enormes taikos, y más allá, como suelo repetir, un logro la simple convocatoria, la frescura de la imagen y la belleza dispuesta como percusión.

Una vez más, la razón se impone a unos presupuestos occidentales demasiado cerrados en sí mismos. La disciplina consigue imponerse a la pasión sin dejar de apasionar. Y todo, golpeando una y otra vez sin desvelar el fin de tan armonioso repiqueteo.

Oriente vence a Occidente. Nosotros, impertérritos, observamos, callada y tímidamente, mientras ellos imponen sin fuerza alguna una tradición que desde aquí nos parece realmente sublime.

En buena hora.